Crónica policial

Tan pronto llegué a la redacción del periódico aquella mañana lluviosa de junio, el director me llamó a su despacho y, sin levantar la vista de las pruebas de imprenta que tenía sobre el escritorio, me dijo:

—Hay un muerto en la calle de La Cruz Nº. 104. Ve con un fotógrafo y prepara el reportaje para la edición de esta tarde.

—Bien —respondí, y salí de inmediato a cumplir sus instrucciones, porque mi jefe es hombre de acción y no le gusta que nadie desperdicie el tiempo que paga religiosamente cada fin de mes. Como Guillermo fue el primer fotógrafo disponible que encontré, me lo llevé y tomamos juntos un taxi que nos llevó en pocos minutos al Nº. 104 de la calle de La Cruz.

La casa era modesta, de una sola planta, construida de madera y con una galería estrecha en el frente que rebosaba de curiosos, empujados por ese instinto que nos impulsa a acercamos morbosamente a la tragedia.

Guillermo y yo nos abrimos paso gracias un poco a nuestra credencial de periodistas y otro a base de empellones y codazos. A través de la marejada humana, pasamos por la sala, el comedor y una pequeña terraza posterior, y desembocamos en el patio. En el centro, tirado de espaldas en el suelo, con las piernas separadas en actitud inverosímil y los brazos en cruz, estaba el muerto, rodeado por algunos agentes de la policía y dos hombres vestidos de civil que se inclinaban sobre el cuerpo yacente.

Eché una ligera ojeada sin acercarme demasiado, porque no me gusta contemplar cadáveres, y reparé en que el muerto era de edad madura y corpulento, y que vestía pantalón y camisa blancos que la lluvia de la mañana había pegado a su cuerpo y salpicado de manchas de fango rojizo.

Mientras Guillermo buscaba el ángulo más apropiado para fotografiar el cadáver y las personas que lo rodeaban adoptaban las posturas más convenientes, me dirigí a una señora entrada en años que observaba impasible la escena desde la terraza.

—¿Es usted de la casa? —Le pregunté.

—Sí, señor... Por lo menos lo fui hace algún tiempo.

—¿Parienta del difunto?

—Su hermana.

—Ah, ¡caramba! lo siento mucho... Soy periodista, ¿sabe?... ¿Puede informarme algo de interés para la prensa? Me miró con un atisbo de desconfianza en los ojos, pero se le notaba que no le disgustaría ver su nombre en las columnas de un periódico.

—¿Qué quiere saber?

—Todo. Acabo de llegar y no estoy enterado de nada... Cómo se llamaba su hermano, a qué ocupación se dedicaba, cuál fue la causa de su muerte...

Me interrumpió diciendo fríamente:

—Su nombre era Arquímedes, Arquímedes Sandoval Guerra. Era comerciante y murió asesinado.

—¿Asesinado?

—Sí, asesinado. Cobardemente asesinado por esa mujer.

—¿Qué mujer?

—La malvada con quien se casó.

—¿La esposa? ¿Y ya ha sido detenida?

—No, todavía no. No sé qué espera la policía para llevársela. La tienen en su habitación, bajo custodia.

—¿Y por qué lo mató?

—Es una historia larga... Mi pobre hermano siempre fue una víctima de esa mujer. Todos nosotros le aconsejamos que no se casara con ella: él le llevaba más de veinte años. Pero siempre fue terco como una mula. La mujer lo dominó desde el primer momento, y sólo veía por sus ojos. Ya en el primer mes de matrimonio comenzó a engañarlo descaradamente. Yo se lo advertí entonces porque en aquel tiempo vivía con ellos y me daba cuenta de todo... ¿Sabe lo que hizo mi hermano?

Como yo realmente no lo sabía, se lo confesé abiertamente y entonces ella prosiguió:

—Me echó de la casa... ¿Se da cuenta? —Se golpeó el pecho—. A mí, a su propia hermana. No creyó una sola palabra de cuanto le dije y me llenó de insultos. Desde aquel día no había vuelto a poner los pies en esta casa hasta hoy... y ya es demasiado tarde: Arquímedes murió sin abrir los ojos. Esa malvada lo asesinó antes de que él pudiera convencerse de que era yo quien tenía la razón...

Le di las gracias a la buena mujer y me separé de ella porque alcancé a ver en aquel momento a mi amigo Mario, el ayudante del Fiscal, saliendo hacia el patio desde una habitación de la casa.

—¡Hola! Mario, ¿confesó la asesina?

—¿Que quien confesó qué?

Mi amigo no parecía estar de muy buen humor.

—La esposa del muerto —repuse—. ¿No estabas interrogándola hace un momento?

—Sí, en efecto, estaba haciéndole algunas preguntas. Pero, ¿de dónde sacas que ella mató a su marido?

—Pues... eso oí decir hace un momento. ¿Puedo verla?

—No hay inconveniente. Esta allí, en aquella habitación. Seguí la dirección que me indicaba con la mano, y después de tocar suavemente con los nudillos en la puerta, la abrí y entré en la habitación.

Había allí dos mujeres. La más joven, sentada en una mecedora con la frente apoyada en la mano, se dejaba consolar por una señora mayor que le acariciaba el pelo.

—Perdón. Soy periodista, puedo conversar un momento con usted, señora? —expliqué mirando a la que me parecía más afligida de las dos. Ella asintió con un movimiento de cabeza, pero la otra dijo, poniendo cara de disgusto:

—Periodista, ¿eh? De los que les gusta meterse en vidas ajenas y averiguar cosas que no le importan, ¿no? —Y volviéndose a la joven—: No le digas nada. Son todos unos enredadores y unos embusteros. ¡Sabe Dios qué mentiras va a publicar después en el periódico!...

—Pero, mamá. Déjalo que me pregunte. Yo no tengo nada que ocultar y, además, cuando sucede una desgracia corno ésta, no se puede evitar la publicidad —y volviéndose a mí agregó:

—Por favor, tome asiento. ¿Qué desea saber?

Me senté en un extremo de la cama, frente a ella, pensando que era preferible iniciar el interrogatorio de manera indirecta.

—Ante todo, señora, ¿cuánto tiempo hacía que estaba casada con el señor Sandoval?

—Dos años y tres meses.

—¿Y fue usted feliz durante su matrimonio?

—Perfectamente feliz. Arquímedes fue siempre un modelo de esposo: gentil, complaciente, bondadoso... Jamás tuve motivos de queja contra él.

—¿Y se amaban mucho ustedes?

—Éramos una pareja perfecta. Jamás tuvimos disgustos y nos queríamos profundamente. No alcanzo a imaginarme...

—¿Y a qué atribuye usted la muerte de su esposo?

—¡Ah! ¿Pero no lo sabe?... Arquímedes se suicidó.

—¿Se suicido? ¿Por qué motivo?

—Los negocios... Últimamente había tenido mala suerte y estaba al borde de la quiebra. Él, que había vivido siempre, si no con lujos, por lo menos acomodadamente, no pudo resistir la perspectiva de una estrechez económica. —La joven bajó la cabeza y se enjugó de la mejilla algo que me pareció una lágrima. Me puse en pie, le expresé correctamente mis condolencias y me despedí.

En el umbral me alcanzó la madre y salió conmigo hacia la terraza. Tomándome de un brazo me llevó a un rincón y me dijo:

—No quería hablar delante de ella... En su estado, la pobrecita no debe enterarse bruscamente, sino más tarde y poco a poco... Pero es necesario que usted lo sepa: mi yerno no se suicidó...

—¡Ah! ¿No?

—No, Arquímedes no hubiera sido capaz de abandonar de esta manera a su mujer... Mi pobre yerno fue asesinado.

—¿Asesinado? ¿Y por quien?

La mujer bajó la voz y señaló con disimulo:

—La culpable está allí, mírela usted: es aquélla, vestida de negro.

Volví la cara y eché un vistazo hacia mi primer informante, que nos miraba, ceñuda, desde la terraza.

—¿La hermana del difunto? —Pregunté asombrado.

—Sí. Ella misma. Ya la he denunciado al Fiscal. Está loca y siempre tuvo unos celos enfermizos de mi pobre hija... Estaba enamorada de su propio hermano... Incesto, ¿sabe?... Una mujer completamente anormal y peligrosa, muy peligrosa...

Quedé mudo, mirando sucesivamente a ambas mujeres. Por suerte en aquel preciso instante pasó por mi lado Mario, y excusándome con la señora, me emparejé con el representante del Ministerio Público y entré en el interior de la casa en busca de la salida hacia la calle.

—Caso complicado éste, ¿verdad? —Comenté. El ayudante del fiscal se volvió hacia mí con ojos abiertos de asombro.

—¿Complicado? ¡No, hombre! Ya tenemos al culpable casi desenmascarado.

—¿No me digas? —Repuse, ya algo escéptico—. ¿Y quién es?

—La suegra de la víctima. Es una mujer capaz de todo. No hice más que mirarla y me di cuenta de que era la única culpable. ¿No te has fijado en sus ojos?

No respondí. Me hice la decisión de no pronunciar una sola palabra más dentro de aquella casa.

Guillermo me esperaba afuera, con la cámara fotográfica al hombro. Al tomar el taxi que nos conduciría de regreso a la redacción, me hundí en el asiento y me eché el sombrero en la cara mientras mi compañero me informaba:

—Parece que ya cogieron al hombre.

—¿A quién?

—Tenía un miedo horrible de oír la respuesta, pero no pude evitar percibirla claramente:

—¿A quién va a ser? Al asesino: un tío de la víctima.

Naturalmente, no escribí el reportaje y esa misma tarde renuncié del periódico.

Virgilio Díaz Grullón
(Dominicano)



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