2. ¿Qué es la inteligencia?

La palabra «inteligencia» tiene su origen en la unión de dos vocablos latinos: inter = entre, y eligere = escoger. En su sentido más amplio, significa: la capacidad cerebral por la cual conseguimos penetrar en la comprensión de las cosas eligiendo el mejor camino. La formación de ideas, el juicio y el razonamiento son frecuentemente señalados como actos esenciales de la inteligencia, como «facultad de comprender».

Analizando de modo sucinto las raíces biológicas de la inteligencia, se descubre que es producto de una operación cerebral y permite al sujeto resolver problemas. De ese modo, la inteligencia sirve para librarnos de algunos «aprietos» sugiriendo opciones que, en último término, nos llevan a elegir la mejor solución para cualquier problema.

De ese modo, si estamos perdidos en un lugar y necesitamos hallar la salida salvadora, utilizamos la inteligencia, que nos indicará la mejor opción: consultar a una guía, preguntar a alguien o buscar en la memoria una referencia sobre el lugar de interés. Del mismo modo, cuando necesitamos resolver un problema generado por interpretar mal una intervención cualquiera, es la inteligencia quien selecciona cuál deberá ser la acción más adecuada: pedir disculpas, escribir una carta dando explicaciones o enviar un regalo a la persona afectada.

Eliminando la idea preconcebida de la existencia de una «inteligencia general» y asumiendo la idea de inteligencia en un sentido más amplio, se percibe que, tanto el origen del vocablo como la definición de los diccionarios, se hallan en un mismo punto. La inteligencia es, por tanto, un flujo cerebral que nos lleva a elegir la mejor opción para solucionar una dificultad, y se completa como una facultad para comprender, entre varias opciones, cuál es la mejor. También nos ayuda a resolver problemas.

La inteligencia no constituye sólo un elemento neurológico aislado, independiente del ambiente. Todas nuestras inteligencias no son nada más que componentes de una conciencia colectiva que nos engloba. Por lo tanto, el individuo no pensaría fuera de la colectividad, desprovisto de un ambiente. El individuo no sería inteligente sin su lengua, su herencia cultural, su ideología, su creencia, su escritura, sus métodos intelectuales y otros medios del ambiente.

Asociándose, luego, la identificación de las habilidades que componen la inteligencia con ese contexto ambiental cognitivo, se comprende que la inteligencia está muy asociada con la idea de felicidad.

Según el diccionario, la felicidad es el estado de alguien con suerte, de una persona sin problemas. Si la persona que no tiene problemas o que puede resolverlos siempre que surgen es una persona feliz, y si la inteligencia es la facultad de comprender o resolver problemas, se comprende que, cuanto má inteligentes nos volvamos, más fácilmente construimos nuestra felicidad.

No nos parece difícil asociar las ideas de inteligencia y felicidad y su estímulo con la función de la escuela es esta primera década de un nuevo milenio. La escuela como centro transmisor de informaciones no se justifica ya.

La figura del niño, o incluso del adolescente, que va a una escuela para recopilar informaciones es tan anticuada como la del individuo que necesita levantarse de su asiento para cambiar el canal del televisor. Hace pocos años era inimaginable para una persona ignorante en electrónica el control remoto del televisor, como lo es para muchas familias, la idea de la escuela con otra función. Pero esos valores fueron superados, y hoy en día igual que el canal se cambia desde el propio sillón tampoco se concibe una escuela como agencia de informaciones. Para ese fin existe la propia televisión con sus múltiples medios, internet, los libros, etc. Pensar en la escuela con ese propósito significa propugnar su final.

Si el niño ya no necesita ir a la escuela simplemente para aprender, necesita de la escolaridad para «aprender a aprender», para desarrollar sus habilidades y estimular sus inteligencias. La nueva escuela es la que asume la función de «centro estimulador de la inteligencia». El profesor no pierde su lugar en ese nuevo concepto de escuela. Por el contrario, transforma su profesión en la más importante de todas, por su misión estimulante de la inteligencia y agente orientador de la felicidad. Han perdido su lugar, esto es verdad, la escuela y, por tanto, los profesores que sean simples agentes transmisores de informaciones.

Pero en el análisis del concepto de inteligencia y en la redefinición de la función de la escuela, surge una duda: ¿será la inteligencia una facultad ampliada? ¿Podemos volvernos más inteligentes? O por el contrario, ¿seremos, por casualidad víctimas de una carga genética inmutable y la inteligencia, como el color de los ojos, por ejemplo, un estigma que tenemos que aceptar para toda la vida?

3. ¿Puede aumentar la inteligencia?

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