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En un bohío 
La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.
El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía ni una yagua donde ampararse.
Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más tarde, un poco más; ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento ahí en frente, el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida de los pomares de abajo; o talvez el río, que corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar pero sin lágrimas para hacerlo.
Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?
Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.
¿No era taita, mama?
No negó, tu taita viene después.
El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.
Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo.
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.
El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos. Desde que nació había sido callado.
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado no podía apreciar ese olor porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez justamente dos días antes de entregarse todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos la hembrita y los dos niños, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de la palizada que se podrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo de día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a podrirse.
Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Habrá mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la habrá mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad. 
Cuentos escritos en el exilio 
Juan Bosch