• Lee el TEXTO 5:
Cada uno tiene su modo de matar pulgas
Había en cierta ciudad, cercana al campo, una venta de honores de posada, que hoy llamaríamos hotel o restaurant, por seguir la manía de afrancesarlo todo, o bien para usar de hipérbole, esa figura retórica, especie de inmenso pulpo que todo lo abarca en estos tiempos fecundos de bienandanza cangregil.
La directora o patrona de la posada era una corpulenta viuda; y como tal resbaladiza como una guabina, y con más mañas que mula de alquiler. Era, como se dice, todo un trozo de  mujer; ¡pero qué mujer! Aquella mujer era mucho hombre, como dijo Ricardo Palma.
Llamábase Fredegunda Quiñones: rayaba ya en los 50 años, era robusta, de nariz aguileña, como el pico del cuervo, color pálido cetrino, ojos verduscos rayados, pequeños, movibles con la expresión de los del ave de rapiña. A pesar de esta fisonomía antipática, se esforzaba ella en ser amable y complaciente con sus parroquianos; y afectaba entonces una sonrisa, que dibujaba en sus labios la sonrisa burlona de Voltaire.
Aunque la acompañaban en la posada dos cocineras para preparar la comida de los huéspedes, ella se reservaba condimentar los mejores potajes, y con ella se entendían todos para sus pedidos. Constantemente tenía un cuchillo en la mano, como para cortar los frutos, verduras y viandas de hervido; pero abrigaba su tamaña intención de hacer algunos ojales en el cuerpo de cualquier prójimo que tratase de ofenderla, como había sucedido más de una vez.
Uno de los huéspedes llamado Pepe Perules, andaluz por más señas, y como ladino y chistoso, era muy afecto a la cacería, y gustaba mucho, quizá por eso, de las aves y liebres guisadas; por lo cual, siempre traía a la posada distintas piezas, recomendándole a Fredegunda que se las preparase bien sazonadas, para sus comidas, pues no se alimentaba con otra cosa.
En efecto, Fredegunda le hacía servir sus platos, lo más bien condimentados; pero el andaluz notaba que siempre faltaba algún pedazo importante del ave o de la liebre que le mandaba quisar, y como por una parte le repugnaba mucho la mentira y el engaño, y por otra, Fredegunda le mermaba la comida, y era además goloso, la interpelaba con frecuencia, más o menos en estos términos:
¡Hola!, señá Fredegunda, diga usted patrona, ¿esta perdiz por qué viene a la mesa mocha de la rabadilla, y chinga de la pechuga?
Usted debe saber, don Pepe, que como “cada cocinera tiene su modo de guisar”, yo les mocho muchas veces el muslo, otras media pechuga;  y si es conejo, por lo consiguiente, le quito medio pescuezo; y machuco todo eso, luego echo esa mescolanza en la salsa para que el plato quede bien suculento; porque ya le digo, y le vuelvo a decir, que “cada uno tiene su modo de guisar”.
Tan frecuentes eran ya estas discusiones entre el andaluz y la posadera, que casi todos los huéspedes conocían la socorrida frase de Fredegunda, y, mechificaban constantemente al andaluz a quien embromaban a cada paso diciéndole: ande, amigo “cada uno tiene su modo de guisar”.
¡Mentira! Lo que había de cierto en estas mutilaciones, era que Fredegunda, como buena cocinera, con el objeto de probar la sazón de la comida, se metía diariamente entre pecho y espalda, dos o tres bocados del respectivo plato; y, a todas las interpelaciones, contestaba con su proverbial respuesta: “cada uno tiene su modo de guisar”.
Mal humorado y bilioso estaba el andaluz con aquella sisa diaria de la comida, aquel embuste sempiterno, y la burla de los amigos; hasta que se dio a meditar cómo tomaba la revancha, desquitándose de aquella pesada broma, sin atacar la persona de Fredegunda, que como hemos dicho, era mujer de pelo en pecho.
Después de una larga meditación, solo, en el interior de su alcoba, el andaluz levantóse de repente, y dándose un golpe en la frente, radiante de contento, ni más ni menos como Galileo cuando descubrió el movimiento de la Tierra, exclamó:
¡Gracias a Dios! ¡Ahora, Fredegunda, ráscate si puedes!
En efecto, llegada la noche, despojóse completamente como quien se prepara para dormir con sólo la camiseta de noche, y se acostó.
A la una de la madrugada se oyeron varias detonaciones en la pieza de Pepe. Todos los huéspedes alarmados y en pie, se agruparon al postigo abierto de la ventana, y le vieron encorvado sobre la cama con una pistola en la mano derecha, la palmatoria con la bujía en la izquierda, preocupado completamente en apuntar con mucho cuidado, y disparar con bala sobre las sábanas y las almohadas, como tratando de matar algo, con lo cual llenaba la cama de humo y agujeros.
Al principio los espectadores estaban todos mudos y en silencio, sorprendidos con aquel espectáculo raro, creyendo que al parroquiano se le había vuelto el juicio; pero al fin Fredegunda, viendo que don Pepe le estaba convirtiendo la cama en chinchorro, a fuerza de agujeros, le gritó indignada:
Ea, camarada, ¿qué es eso? ¿Se ha vuelto usted loco? ¿Qué está usted haciendo?
A lo que el andaluz, volviendo el rostro con marcada pasibilidad, le contestó:
¡Toma!, poco espantarse, patrona; sus pulgas me vuelven locos, y no me dejan dormir; pero las mataré a todas.
Pero hombre, ¡por Dios bendito! Si usted me está quemando la cama… No dispare usted más.
¡Hola, patrona!, no hay nada de lo dicho: cada uno tiene su modo de matar pulgas.
Al oír esta frase, Fredegunda no pudo menos que recordar su modo de guisar, y lo llamó a transacción, en la cual estipularon: Primero, que la una no seguiría guisando como antes; Segundo, que el otro no mataría más pulgas con su pistola.
Andrés A. Silva
(Venezolano)