En el rincón de una pequeña ciudad, moran en un modesto barrio, Mario Colmillo junto a su familia, amigos y allegados. La población del vecindario aumentaba ligeramente gracias a la llegada de familiares desde lugares del interior del país y del extranjero. Allí, el ambiente que se respiraba correspondía a los aprestos que demandaba la fecha. Se acercaban las festividades navideñas y todas las personas hacían todos los preparativos para recibirla con alegría: muchos lavaban sus casas, otros las pintaban; pero lo que no faltaba en ninguna, era el vistoso arbolito que se mantenía erguido proyectando, a través de sus luces y adornos, su alegría en todas las salas. Mario estaba convencido de que el clima invernal de esos días era el más gélido que había soportado en toda su vida. Lloviznas repentinas y chubascos aislados se suscitaban en cualquier momento; y, abrigos y sombrillas eran la moda que imponía el clima.
―Deme cinco manzanas y dos libras de uva ―le dijo Mario a Bulín pasándole el dinero. Curioseaba de arriba abajo su rara combinación de ropas mientras ella buscaba los artículos alimenticios de su colmadito que era una forzada prolongación de su casa.
―Aquí tienes ―le pasó una bolsa plástica con las frutas, y algunas monedas que sobraban. Variadas batas eran las únicas prendas de vestir que usaba la vieja mujer alta y ojeriza, pero a Mario aquéllo le pareció absurdo: una bata a las rodillas color turquesa ramificada con florecitas amarillas, sus pies calzados con chancletas y cubiertos con medias deportivas… ¡Bárbara!
Los muchachos aprovechaban al máximo sus vacaciones escolares. Se levantaban a media mañana cansados de dormir y se divertían practicando sus acostumbrados juegos infantiles durante toda la tarde. Trataban de emplear todo el tiempo posible en su sana recreación; eso sí, durante las horas del día. Una vez pasada las seis de la tarde, se discurrían a sus hogares incómodos y molestos, pues para ellos no era justa aquella medida que le impedía alborotar las estrelladas noches de navidad.
―Pero mami… ―reclamaba repetidas veces José Canillas con los ojos aguados.
―Ya sabes, José ―le advirtió su madre Lorenza―, puedes salir, pero a la más mínima bulla que hagan tú y el grupito, te llamo inmediatamente. Tienes hasta las nueve.
―Pero mami…
―¡Ah!, y te pones abrigo y unos pantalones largos, que hace mucho frío allá fuera; no quiero que te resfríes como tu hermanita.
Sin obedecer, traspasó la puerta con ganas de no volver.
No se sabe, pero por suerte o por desgracia, aquel barrio estaba plagado de personas envejecientes. La frialdad que transportaba el aire nocturno de la época, congestionó los ya débiles pulmones de aquellos ancianos y luego aparecieron los síntomas de gripe y hasta pulmonía en el peor de los casos. La Junta de Vecinos prohibió rotundamente los alborotos, música estridente y los fuegos artificiales. Aquellos enfermos necesitaban tranquilidad y reposo, sobre todo en horas de la noche.
―¿Te dejaron salir? ―Le preguntó Carlitos a José Canillas que se acomodaba junto a sus abrigados compañeros.
―Sí… ―le respondió Canillas con un dejo de tristeza―, pero a las nueve tengo que volver.
―Nosotros también ―le dijo El Enano como una forma de consuelo.
Poco a poco, se fueron juntando en la esquina del patio de Mocho, «Los Inseparables»: Mario Colmillo, Carlitos La Ciencia, Yunior El Enano, Álex El Lento y José Canillas; todos sentados en la calzada muy pensativos.
―¡Qué silencio! ―Mario lo rompió― Ni siquiera se oyen los ladridos de los perros realengos.
―Una brigada del ayuntamiento los recogió antes de ayer en la mañana y se los llevaron no sé adonde ―apuntó La Ciencia―. Fue decisión de la Junta; pero los volverán a traer. Mami me dijo que no hay un lugar en el pueblo destinado al cuidado de animales callejeros.
―A lo mejor los envenenan a todos ―dijo Álex El Lento.
―Mejor ―agregó Colmillo―; mientras menos perros, menos pulgas.
El resplandor de un estallido sordo iluminó el cielo que estaba teñido de nubes cenizosas. Al momento, se escucharon estornudos y roncas tosidas provenientes de la casa de Mocho.
―Si por lo menos nos dieran permiso para salir a andar como lo hacen los grandes… ―dijo Mario mirando el cielo― Seguramente, ese Torpedo lo tiraron ellos.
Las fuertes tosidas se hacían cada vez más frecuentes e interrumpían, de momento, la discreta conversación de los muchachos.
―Mocho parece estar muy enfermo ―dijo Yunior al escuchar sus últimos quejidos.
―Ojalá se muera el viejo ese ―gruñó José soportando el frío de brazos cruzados―. Eso le pasa por quitarnos las pelotas que compramos.
Otro destello luminoso en los cielos deslumbraba los ojos de aquellos chicos seguido de las tosidas. Era como una música de mal gusto que no dejaba disfrutar a plenitud el hermoso sonido de la navidad. Gotas de lluvia no tardaron en aparecer y terminar de arruinar por completo la función de fuegos artificiales que presenciaban los chicos desde aquellos incómodos asientos. Sin mediar palabra alguna, todos se marcharon.
Veinticuatro horas después, la casa de Carlitos era la sede de una importante reunión:
―…Esto se está tornando cada vez peor.
―Estoy de acuerdo con Ramón ―dijo Arcadio, papá de Colmillo, que sostenía un cigarrillo apagado entre los dedos de su mano cicatrizada por las llamas―. Hay que actuar al respecto; mi madre está en cama…
―Antes que ocurra una desgracia ―Tito, padre del Canillas, completó la frase frotándose su pronunciada calva―. Mi niña también está enferma.
Todos los integrantes de la junta de vecinos comenzaron a tomar participación sin la autorización del vocal, que empezaba a incomodarse de aquel desorden:
―Bien, bien… ¡Orden por favor!
Luego de terminar el desasosiego, la presidenta tomó la palabra:
―Ramona escribirá mañana una carta dirigida a la Oficina de Salud Pública del Hospital…
―Pero dicen que no tienen suficientes recursos ―entrecortó un imprudente.
―… Si es necesario, haremos una colecta para suministrarles algunas jeringas, pero tenemos que estar concientes de que los interesados aquí somos nosotros ―lo reprendió la superiora―. Como les decía, una representación llevará la carta que estará recomendada por un político muy influyente y muy amigo mío. Seguro que no se negarán.
Todos asintieron en señal de aprobación mientras daban los últimos sorbos al jengibre caliente brindado por la anfitriona de la asamblea, que ya comenzaba a retirarles las tazas de porcelana. Algunos niños y adolescentes permanecían afuera de la propiedad esperando a sus padres que estaban reunidos en el patio trasero de la misma.
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Obras de Hipólito García