«LA OBRA DE ARTE» (CAPÍTULO 1)


Apodos, nombres y sobrenombres

Cuando somos niños solemos llamar a nuestros amigos de otra forma muy distinta a como los bautizaron sus padres. Los nombramos según sus aspectos más característicos, pero sin que se sientan ofendidos, es decir, les ponemos apodos. Por ejemplo, al pequeño Yunior le llaman “El Enano”; a José, por sus largas y flacas piernas le apodan “Canillas”; a Álex, por su actitud de tortuga, le dicen “El Lento”; y a Mario, lo nombran “Colmillo” por su canino rebelde que se empeña en sobresalir de su boca, aunque esté cerrada. Juntos forman el grupo denominado “Los Inseparables”, constituido bajo el juramento de que en cualquier circunstancia se tendrían unos a otros con una amistad sincera, incondicional y perpetua.

Sin embargo, no a todas las personas se les pone apodos. Hay algunas a las cuales se les debe respeto, como a nuestros padres. Otras, en cambio, no lo toleran. A Juan, por mencionar un caso, sólo le llaman Juan. Es un tipo con un mal genio tremendo. Los chicos, cuando a lo lejos lo ven llegar, se susurran: “ahí viene El Presumido”. Claro, él no sabe nada. Traería muchos problemas si se entera. En este último caso, no se usa el apodo, sino, el sobrenombre; que es un nombre que resalta de forma burlesca o humillante los rasgos o actitudes negativos que más definen a alguien. A la engreída maestra Leonor le llaman “La Bico-Bico” por usar unos ridículos espejuelos que le empequeñecen sus ojos haciéndola parecer bizca. En su clase de sociales, había hablado un montón de cosas de nuestros antepasados los indígenas que a Mario le parecieron sin importancia, por lo que no prestó ninguna atención.

* * *

Hace varios minutos que marcaron las doce del mediodía. El sol caribe descargaba toda su energía sobre las calles y casas. Se desplazaban carros y motocicletas en todas las direcciones. Por un momento, se podía casi asegurar que en esos primeros minutos del mediodía el tránsito vehicular era un caos. La mayor parte de negocios populares y establecimientos comerciales ya empezaban a cerrar sus puertas al público. Por las aceras, numerosas personas de todas las edades se encaminaban hacia sus hogares. Pero, entre toda esa variedad de peatones, había un grupo que por su manera de vestir, sobresalía entre los demás: camisas y blusas azul cielo, el color caqui de los pantalones y faldas estaba un poco alterado debido al sucio y eran los únicos que llevaban colgando una mochila a sus espaldas. ¿Sabes de qué grupo se trata? ¡Acertaste, son estudiantes! Que al igual que los desesperados motoristas, que los propietarios de comercios ya cerrados y que los demás transeúntes, iban a participar de la más rutinaria de las ceremonias: el almuerzo familiar.

―¡Por fin ya terminó esta semana de clases! ―exclamó Juan con tono cansado mientras caminaba junto a un grupo de compañeros que venían de la escuela. Su cabeza sobresalía entre las demás como si se tratara de la copa del árbol más alto de un bosque.

―Sí ombe, ya estaba harto de tantas clases ―dijo Mario Colmillo―. Ni siquiera presté atención a lo que explicaba la Bico-Bico, por estar pensando en el momento en que iba a sonar la melodía más bella que mis oídos han escuchado jamás ―habló con tanta pasión que parecía inspirado.

Sus compañeros se mostraron extrañados y un poco desconcertados al escucharlo. ¿Se habían perdido de algo en la escuela?

―¿De qué melodía hablas? ―preguntaron entonces casi a coro.

Mario inspiró hondamente; estaba emocionado. Luego resopló:

―Es el sonido más hermoso; mis oídos se deleitan al escucharlo… Es el sonido del timbre de salida.

Los demás empezaron a reír a carcajadas. Como de costumbre, Mario Colmillo, en el momento menos esperado, sorprendía a todos con uno de sus chistes. Era el típico chiquillo que nunca faltaba dentro de un grupo de muchachos: travieso, a veces arriesgado y con un alto sentido del humor. De piel clara al igual que su madre y los ojos oscuros de su padre. Muy presto para el juego, sin embargo, haraganísimo para el estudio. Perdió su innata vocación de mecánico, ya que estaba traumado por haber presenciado, muy pequeñito aún, el fatídico accidente de su padre que se quemó la mayor parte de su antebrazo zurdo cuando se incendió en llamas el vehículo que reparaba. Su madre le prohibió rotundamente volver al taller a recibir las clases informales de mecánica después de aquella tragedia.

* * *

Era una calurosa tarde que paulatinamente se hacía un poco más fresca a medida que las nubes dejaban pocos espacios azules en el cielo. Eran las cuatro de la tarde, cuando en la sombra de una alta acacia sembrada al lado de una vieja casa de madera, se empezaban a reunir los muchachos del barrio para dar inicio a la actividad que siempre se practicaba durante esa época del año: a probar puntaría en el deporte de las beyudas*. Éstas, eran unas duras esferitas de cristal que todos ambicionaban coleccionar por sus variados y atractivos colores.

Ya casi estaba preparado el patio de Mocho (así le apodaban al dueño de la vieja casa) que siempre servía de pley del juego por ser el único espacio entre casas que no era un estrecho callejón. Estaba abarrotado de bullosos e inquietos espectadores. Allí iba a tener lugar el encuentro más esperado. Los dos jugadores que más beyudas habían coleccionado durante la temporada al fin se enfrentaban.


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Obras de Hipólito García