El eclipse

Cuando Fray Bartolomé se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitivamente. Ante su ignorancia de aquel lugar se sentó a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado. Hasta que quedó sumido en profundo sueño.

Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas que se disponían a sacrificarlo ate un altar, un altar que a Fray Bartolomé le pareció como el lecho en que finalmente descansaría eternamente.

Tres años que había vivido en el país le habían otorgado un mediano dominio de las lenguas nativas. Pronunció algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces, floreció en él una idea que tuvo por digna de su amplio conocimiento de la astronomía. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar su vida.

—Si me matan —les dijo en su propio lenguaje—, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo una pequeña reunión entre ellos y esperó confiado.

Dos horas después, bajo la opaca luz de un sol eclipsado, el corazón de Fray Bartolomé chorreaba su sangre sobre la piedra de los sacrificios, mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códigos.

Augusto Monterroso
(Guatemalteco)


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