Un niño
A poco más de media hora, cuando se deja la ciudad, la
carretera empieza a jadear por unos cerros pardos, de vegetación raquítica, que
aparecen llenos de piedras filosas. En las hondonadas hay manchas de arbustos y
al fondo del paisaje se diluyen las cumbres azules de la Cordillera. Es triste
el ambiente. Se ve arder el aire y sólo de hora en hora pasa algún ser vivo,
una res descarnada, una mujer o un viejo.
El lugar se llama Matahambre.
Por lo menos, eso dijo el conductor, y dijo también que había sido fortuna suya
o de los pasajeros el hecho de reventarse la goma allí, frente a la única
vivienda. El bohío estaba justamente en el más alto de aquellos chatos cerros.
Pintado desde hacía mucho tiempo con cal, hacía daño a la vista y se iba de
lado, doblegándose sobre el oeste.
Sí, es triste el sitio.
Sentados a la escasa sombra del bohío los pasajeros veían al chofer trabajar y
fumaban con desgano. Uno de ellos corrió la vista hacia las remotas manchas
verdes que se esparcían por los declives de los cerros.
—Allá —señaló— está la ciudad. Podían verse masas blancas vibrando al sol y atrás, como un
fondo, la vaga línea donde el mar y el cielo se juntaban. Pasó un automóvil con
horrible estrépito y levantando nubes de polvo. El conductor del averiado vehículo
sudaba y se mordía los labios.
De los tres viajeros, jóvenes
todos, uno, pálido y delicado, arrugó la cara.
—No
veo la hora de llegar —dijo—. Odio esta soledad.
El de líneas más severas se
echó de espaldas en la tierra.
—¿Por
qué? —Preguntó.
Quedaba el otro, de ojos
aturdidos. Fumaba un cigarrillo americano.
—¿Y
lo preguntas? Pareces tonto. ¿Crees que alguien no pueda odiar esto, tan solo,
tan abatido, sin alegría, sin música, sin mujeres?
—No —explicó el pálido—; no es por eso por lo que no podría aguantar un
día aquí. ¿Sabes? Allá, en la ciudad, hay civilización, cines, autos, radio,
luz eléctrica, comodidad. Además, está mi novia.
Nadie dijo nada más. Seguía el
conductor quemándose al sol, golpeando en la goma, y parecía que todo el
paisaje se hallaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y el auto
averiado. Nadie podía vivir en aquel sitio dejado de la mano de Dios. Con las
viejas puertas cerradas, el bohío medio caído era algo muerto, igual que una
piedra.
Pero sonó una tos, una tos débil.
El de ojos aturdidos preguntó incrédulo:
—¿Habrá
gente ahí?
El que estaba tirado de
espaldas en tierra se levantó. Tenía el rostro severo y triste e un tiempo. No
dijo nada, sino que anduvo alrededor del bohío y abrió una puerta. La choza
estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra, disparejo y cuarteado,
daba la impresión de miseria aguda. Había suciedad, papeles, telarañas y una
mugrosa mesa en un rincón, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era
claro a pedazos: el sol entraba por los agujeros del techo, y sin embargo había
humedad. Aquel aire no podía respirarse. El hombre anduvo más. En la única
portezuela de la otra habitación se detuvo y vio un bulto en un rincón. Sobre
sacos viejos, cubierto hasta los hombros, un niño temblaba. Era negro, con la
piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su escasa carne dejaba
adivinar los huesos. Miró atentamente al hombre y se movió de lado, sobre los
codos, como si hubiera querido levantarse.
—¿Qué
se le ofrece? —Preguntó con
dulzura.
—No,
nada —explicó el
visitante—; que oí
toser y vine a ver quién era.
El niño sonrió.
—Ah —dijo.
Durante un minuto el hombre
estuvo recorriendo el sitio con los ojos. No se veía nada que no fuera
miserable.
—¿Estás
enfermo? —Inquirió al
rato.
El niño movió la cabeza.
Después explicó:
—Calentura.
Por aquí hay mucha.
El hombre tocó su bracito.
Ardía, y dejó le dejó la mano caliente.
—¿Y
tú mamá?
—No
tengo. Se murió cuando yo era chiquito.
—¿Pero
tienes papá?
—Sí.
Anda por el conuco.
El niño se arrebujó en su saco
de pita. Había en su cara una dulzura contagiosa, una simpatía muy viva. Al
hombre le gustaba ese niño.
Se oían los golpes que daba el
conductor afuera.
—¿Qué
pasó? —Preguntó la
criatura.
—Una
goma que se reventó, pero están arreglándola. Así hay que arreglarte a ti
también. Hay que curarte. ¿Qué te parece si te llevo a la Capital para que te
sanes? ¿Dónde está tu papá? ¿Lejos?
—Unjú…
Viene de noche y se va amaneciendo.
—¿Y
tú pasas el día aquí solito? ¿Quién de da comida?
—Él,
cuando viene. Sancocha yuca o batata.
Al hombre se le hacía difícil
respirar. Algo amargo y pesado le estaba recorriendo el fondo del pecho. Pensó
en la noche: llegaría con sus sombras, y ese niño enfermo, con fiebre, talvez
señalado ya por la muerte, estaría ahí solo, esperando al padre, sin hablar
palabra, sin oír música, sin ver gentes. Acaso un día cuando el padre llegara
lo encontraría cadáver. ¿Cómo resistía esa criatura la vida? Y su amigo, que
había afirmado momentos antes que no soportaba ni un día en soledad…
—Te
vas conmigo —dijo—. Hay que curarte.
El niño movió la cabeza para
decir que no.
—¿Cómo
que no? Le dejaremos un papelito a tu papá, diciéndoselo, y dos pesos para que
vaya a verte. ¿No sabe leer tu papá?
El niño no entendía. ¿Qué
sería eso de leer? Miraba con tristeza. El hombre estaba cada vez más
confundido, como quien se ahoga.
—Te
vas a curar pronto, tú verás. Te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay
parques, cines, luz, y un río, y el mar con vapores. Te gustará.
El niño hizo amago de sonreír.
—Unq
unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto.
Al hombre le parecía imposible
que alguien prefiriera esa soledad. Pero los niños no saben lo que quieres.
Afuera estaban sus amigos,
deseando salir ya, hallarse en la ciudad, vivir plenamente. Anduvo y se acercó
más al niño. Lo cogió por las axilas, y quemaban.
—Mira —empezó—…
allá…
Estaba levantando al enfermito
y le sorprendió sentirlo tan liviano, como si fuera un muñeco de paja. El niño
le miró con ojos e terror, que se abrían más, mucho más de lo posible. Entonces
cayó al suelo el saco de pita que lo cubría. El hombre se heló, materialmente
se heló. Iba a decir algo y se le hizo un nudo en la garganta. No hubiera
podido decir qué sentía ni por qué sus dedos se clavaron en el pecho y en la
espalda del niño con tanta violencia.
—¿Y
cómo fue eso? —Atinó a
preguntar.
—Allá —explicó la criatura mientras señalaba con un
gesto hacia la distante ciudad-.
Allá… un auto.
Justamente en ese momento sonó
la bocina. Alguien llamaba al hombre y él puso al niño de nuevo en el suelo,
sobre los sacos que se servían de cama, y salió como un autómata, aturdido. No
supo cuándo se metió en el automóvil ni cuándo comenzó a rodar. Su amigo el
pálido iba charlando:
—¿Te
das cuenta? Es la civilización, compañero… Cine, luz, periódicos, autos…
Todavía podía ver el viejo
bohío refulgiendo al sol. El hombre volvió el rostro.
—La
civilización es dolor también; no lo olvides —dijo.
Y se miraba las manos, en las
que parecía tener todavía aquel niño trunco, aquel niño con sus míseros
muñoncitos en lugar de piernas.
Juan Bosch
(Dominicano)