Arcadio
«Arcadio»; sí, así como lo escribo, y no «Alcadio» como supongo que debe escribirse, porque alguien se inventó una norma gramatical que sentencia que los nombres propios no tienen reglas para su escritura, o sea, para decirlo en buen cristiano, los nombres propios se escriben y se pronuncian como el dueño del nombre quiera. 
Arcadio, hombre mayor de edad con mucha vida de campo, era un asiduo participante en las tertulias cotidianas, que sin ningún tipo de planificación, se instalaban de manera automática luego de la cena. 
Allí se cantaba, se hacían bromas, se recitaba… todo mundo hacía no tanto lo que más sabía, sino lo que más le gustaba. A veces algún marrano soltaba una sonora flatulencia, que más por el estruendo que por el mal olor, era motivo para formar un tumulto e iniciar un reperpero que como un efecto dominó duraba unos cuantos minutos, hasta que la calma era llamada por el líder de la tertulia, quién, no sin antes prodigarle al dueño del ano cantor una advertencia aleccionadora que incluía la posible expulsión del grupo, lograba reagrupar los contertulios. 
Ser expulsado del grupo, significaba que sería un condenado a acostarse temprano y solo, en el barracón que se usaba como dormitorio de los empleados. En aquel ambiente, en donde la mayor desventura era tener demasiado tiempo para no hacer nada en las noches, el sólo hecho de pasarse un buen rato en compañía de los demás, garantizaba un final feliz de un arduo día de trabajo; así que las tertulias eran en sí un remedio para el hastío, el arma mas efectiva para matar el tiempo. 
Terminado el caos, originado por el bípedo porcino, empezaba entonces la tanda de los cuentos, los chistes y las adivinanzas. 
Arcadio era el maestro de los cuentos de apariciones y brujas. Cuando él empezaba una de sus historias, el grupo se compactaba, todos se acercaban los unos a los otros y el silencio era tal que el vuelo de un mosquito podía oírse de un extremo al otro. 
Mi impresión de esta actitud era que nadie quería estar muy lejos o disgregado por el miedo que seguro infundiría el relato venidero. 
Peguero, un amigo de mis años mozos, dice que los cuentos siempre se hacen en tercera persona, que uno nunca debe ser el protagonista, «El cuento siempre es de otro», decía. 
La mujer de él  oía siempre con mucha atención todos sus relatos, sobre todo cuando contaba aventuras de faldas que le sucedían a sus amigos anónimos y al final de cada narración, de manera inquisidora y mirando al narrador, preguntaba: «¿Quién será ese amigo?», haciendo clara alusión al marido, a lo que el respondía socarronamente: «¡Qué problema!…» 
Arcadio no seguía esa regla; en sus cuentos, él era siempre el protagonista. Ésto, claro está, le daba un matiz de veracidad que aquellas historias de sustos necesitaban, debido a que las cosas sobrenaturales, ante todo,  deben ser creíbles y así poder permanecer en el tiempo. Además de ser minuciosamente detalladas para evitar la tergiversación que sufren los relatos al pasar de un interlocutor a otro, deben encerrar una enseñanza moral que las justifique. 
―Una noche taba yo acabando de cenai en casa ―inició Arcadio su historia― , como a eta ora maj’ o meno, cuando se aparece ei primo André, y dipué de saludai a Luisa, me llama pa’ atrá dei bojío.
Yo me lo jallé  raro, poique cuaiquiei cosa ei podía decila frente a Luisa, pero ai veilo tan huraño, juí onde me llamó. Luisa, medio asorá, quedó en ei fogón colando un cafesito claro, de loj’ que se beben de noche pá  que noj’ quiten ei sueño. 
―«Primo», empezó a decime ei primo andré, «vea, anoche yo tuve un sueño, que eso vea, fue una revelación». 
―Y ai decí eto, jundió ei deo de señalai en la paima de la otra mano. 
―«¿Ute recueida ai difunto Milciades, ei viejo que cayó en cama como ocho mese y no se paró má?  ¡Esa ánima me salió anoche!» 
Don Milcíades, uno de los fundadores de ese paraje, vino de la Isabela con una mujer mucho más joven que él a vivir a este lugar. 
María su mujer, pertenecía a una familia  “pobre, pero honrada”, como se dice por aquí, pero ella había cosechado una malsana ambición que contrastaba con el buen vivir y el ejemplo que sus padres trataron de inculcarle. Desde pequeña, arrastraba su condición de pobre  como una afrenta; siempre dijo que algún día saldría de ese “maldito pueblo” para buscar otros horizontes más promisorios y en contra de todos los consejos de su madre y las amenazas de su padre, se dejó seducir por las promesas de Jaime, un dominicanyork, que ahora se hacía llamar James y que había regresado de los países a visitar su pueblo, de donde salió en un viaje ilegal hacía unos tres años rumbo a la gran urbe. Con el cuello forrado de cadenas doradas de alquiler y varios fajos de dólares, cuyo origen no aparentaba ser el ahorro de años de trabajo arduo e inhumano en la selva de cemento por la forma en que los gastaba en parrandas con sus nuevos amigos, andaba este nuevo rico haciendo alardes de su poder económico paseando en buenos autos y regalando el dinero a todo aquel que le celebrara sus ocurrencias. El despilfarro, para dar la imagen de hombre rico, era el señuelo para lograr atraerse las muchachas que, deslumbradas ante aquel brillo de oropel, caían rendidas en sus redes como polillas hipnotizadas por la lumbre de la llama. A María, James, le pintó “pajaritos en el aire” y fue presa fácil de este degenerado, que como su única intención era poseerla mientras durara su estadía, después de usarla alistó sus maletas y la dejó en el cuarto de hotel de donde nunca salió mientras duró su falso idilio. 
María, desconsolada no quiso volver al hogar paterno, pues no soportaría la cara de tristeza de su madre ni mucho menos el desprecio de su padre. Lo cierto es que ambos hubiesen dado un pedazo de su alma por verla regresar y perdonarla si así ella lo hubiese pedido. 
Milcíades, que siempre fue despreciado por María, tanto por la diferencia de edad entre ellos, así como por las pocas comodidades económicas que ostentaba, encontró en este acontecimiento una oportunidad de oro para lograr sus anhelos de alzarse con la ilusión primaveral que le daría nueva savia al otoño de su vida: María sólo quería dejar el pueblo atrás y olvidar su prematuro fracaso y por ésto le dijo a Milcíades: «Si quieres que me vaya contigo tienes que sacarme de aquí». Milcíades no lo pensó dos veces y en cuestión de días vendió lo poco que le ataba al pueblo y se marchó con su amada a un paraje inhóspito donde nadie conociera el pasado de ambos. 
María siempre le agradeció ese gesto, pero con el tiempo Milcíades se volvió muy avaro y celoso; le prohibió salir de la casa, a tal punto que unos meses antes de abandonarlo, ya nadie la veía ni siquiera por la pulpería comprando los alimentos para la preparación de la comida, sino que era el mismo Milcíades que se ocupaba de hacer los mandados. Por eso cuando decidió marcharse y abandonarlo, sólo Milcíades le echó de menos y ya viejo y cansado se echó a morir. 
Con el poco dinero que consiguió de la venta de sus propiedades en La Isabela, Milcíades crió unas buenas reses y al cabo de unos años de trabajo y buena suerte pudo hacer un buen capital, del cual sin embargo nunca hizo ostentación alguna y todo el mundo suponía que debía tener en la casa algún escondite donde guardaba su dinero. A eso de dos meses luego del abandono sufrido por parte de la mujer de sus delirios y por quien se había  vuelto tan reservado, cayó en cama para no pararse jamás. En su larga agonía fue siempre atendido por la caridad de los vecinos, pero nunca nadie hizo alusión a su supuesta riqueza, pues él ni en las andas de la muerte dio muestras de poseerla. De María no se volvió a saber por estos rumbos, sólo por los comentarios de vendedores ambulantes que paraban de vez en cuando en este remoto paraje. Se decía que había sido vista en un barrio de Santiago, administrando un burdel. A la muerte de Milcíades, la comunidad se encargó de enterrarlo en un rincón del cementerio, y en una cruz hecha con dos tablas de palma, alguien estampó con pintura roja las letras «DM», pues nadie pudo conocer apellido alguno de este sujeto. Al otro día la casa del difunto quedó arrasada con hoyos por todas las habitaciones, tablas rotas en las paredes encajonadas, de donde manaban culebras gigantescas que quedaron atrapadas por su propio crecimiento. El techo de hojas de zinc despegado de las fajas, el soberado desvencijado; el único colchón, abierto en canal, como  una res de guata y semillas de lana; el cajón de madera donde se  guardaban las cecinas después de secas, para ponerlas a resguardo de las alimañas, quedó reducido al piso de tabla que le servía de  fondo… todo quedó allí tirado en la casa abierta a expensas de la lluvia y el viento que abría y cerraba la puerta a su antojo. 
―«Pero, primo André, ¿jué  un sueño o qué?» ―siguió Arcadio. 
―«¡No, no, no!, primo. ¡Claro que jué un sueño! Pero vea, primo, yo sudé com’un caballo. Yo sentía que ese epíritu me jamaquiaba la cama, no sé  como no me tumbó; se vé que tá deseperao» ―tomó un respiro para sacar un trapo del bolsillo y pasárselo por la frente. 
Guayo, que estaba muy atento, se pasó la mano por la cabeza, cual si también se secara un inexistente sudor, esto me causó un raro sentimiento entre gracia y ansiedad, pues no solamente yo me percaté del movimiento de Guayo. Isidro, que también le había visto, me miró con cierta angustia y yo quise mostrar una sonrisa, que más bien pareció una mueca. 
En aquellas barracas todos, en su momento, hemos sentido ruidos y movimientos inquietantes mientras tratamos de dormir, sólo que siempre se lo atribuimos a los ratones que conviven en nuestras habitaciones. 
―Primo, ¿y qué le dijo ei difunto? ―continuó Arcadio. 
―«Primo, ei quiere que le saque un entierro con ute eta noche a la doce». 
―Yo tratando de evadí esa encomienda y le dije: «Pero, primo, si eso jue anoche, ¿poique uté viene a decímelo agora?» 
―«Primo, primo, ute no entiende; ei difunto me dijo a la hora que lo bucara y mire, primo, eso no jue un sueño, yo taba medio doimío, pero yo lo ví hablando y meniándose,  y yo taba como en un mai sueño, que ute quie’ salí juyendo y no pue’ movei un pelo». 
―¿Y dónde e que tá ei bendito entierro? 
―En ei paso e’ la gina. 
―A mí se me engranujó ei pellejo ―dijo Arcadio sustrayéndose del relato. 
A mí me dió escalofrío, y un inquietante murmullo comenzó a asomar entre los oyentes. Pillín y el Moreno se acercaron más al centro del grupo y alguien protestó por tanta cercanía. 
El Paso de La Gina era bien conocido por todos nosotros. Nadie deseaba tener que pasar por ese lugar ni siquiera de día, éso era lo que se llamaba un lugar “grimoso”. Sucedió que Alberto el hijo de José Gutiérrez decidió quitarse la vida en ese paso por un amor no correspondido. 
Alberto escogió ese preciso lugar porque desde allí se podía ver, en un rincón del caserío, la casa de la ingrata que nunca correspondió a sus desvaríos amorosos, sin sospechar siquiera que bajo sus colgantes pies de ahorcado, Don Milcíades había enterrado una botija llena de dinero años antes de morirse. A partir de ese hecho, ese paso quedó vedado hasta para los más bravos, sobre todo por el pánico colectivo que se apoderó del sitio cuando siete noches después del ahorcado, en plena noche de luna, desde la casa de Rosita, la hija de la viuda, se veía una figura colgante meciéndose en una rama de la Gina. Esa noche soplaba una leve y fría brisa que hacía balancear aquella visión, de manera que daba un espanto que helaba la sangre. Nadie quiso acercarse para cerciorarse de la realidad de aquel espectro. Sólo al otro día, cuando el sol ya picaba y de lejos no se veía nada colgando de la Gina, Joaquín Ortiz llegó hasta el lugar, donde sólo encontró una penca seca que había caído al suelo al desgajarse de la mata de palma que crecía al lado de la Gina, a la cual superaba en tamaño. 
Joaquín quiso explicar “la aparición” con la presencia de la penca seca que yacía en el suelo, pero esto no convenció a Rosita quién le pidió a su madre que vendieran la casa y se mudaran para el pueblo. La casa nunca se vendió y quedó allí abandonada a merced del tiempo, mientras Rosita y su madre se fueron a vivir a un pueblo cercano en casa de una hermana de ella que también había enviudado. 
―Tenía que sei ahí ―rezongó Arcadio contestándole al primo. 
―«Primo, y si uté no me ayuda, ete hombre no me va a dejai doimí». 
―¿Y cómo vamo a sacaila? 
―«yo traje una palita de coite, como ese camino no ha sío muy pisoteao la tierra tá sueita, también traje la sábana blanca pá entretenei ai difunto en lo que sacamo ei entierro y un foco poique pá la media  noche ya la luna va a tai ocura». 
―En eso, Luisa noj’ llamó dende ei fogón: «Aicadio, trai ai primo, que ya ei cafesito tá». 
La luna comenzaba a ocultarse y Arcadio detuvo su relato, un cielo sin nubes presagiaba la noche fría que comenzaba a sentirse con una leve brisa, que se colaba entre los cuerpos casi apiñados frente al narrador. 
Luisa se había casado con Arcadio a principio de los años sesenta, procrearon ocho hijos entre hombres y mujeres, pero ya todos se habían “empliao”, como diría ella, por lo que vivían solos en la misma casa que se mudaron, cuando llegaron de la iglesia. 
―Mira, mujei, voy a tenei que salí con ei primo André, a jacei una diligencia ―prosiguió su relato―, si Dio quiere taremos aquí a eso de la una de la madruga; no me epere depieita. 
―¿Y qué pasa, Aicadio? 
―No te priocupe, mujei, que ete problema no e’ con vivo. 
―Vea, amigo, ete primo y yo no juimo con ei creo en la boca a sacai ese entierro. Ei primo nunca me dejó ir alante y llegando ai pie de la gina, noj’ apuramo en abrí la sábana en loj’ alambre que daban ai poitillo dei paso. Mientra yo le alumbraba con ei foco en la mano, ei primo joyaba en ei sitio que había como un hueco en ei suelo. En la sábana, con la poca lu que noj’ daban laj’ etrella se veía ai viejo. Milciade dando saitos como pala e tierra sacaba ei primo. Como a una brasá de jondo, la pala chocó con aigo duro y ei primo me aguaitó y me dijo: «La jallé». 
―Milciade brincaba aun má en la sábana cuando sacamo la botija. Poi un momento se me vino a la mente que taive ei efueiso de sacai eta botija no juera en vano y quizá ei dinero que nunca se jalló en la casa de Milcíades, tuviera aquí. De un goipe de la pala, ei primo André abrió en doj’ tajá dei cántaro de barro. Yo apunté ei foco hacia ei centro de lo do pedaso de la vasija. Ei primo agarró un pedazo de papei donde toavía se podía leei: «Gracia poi tó, viejo milcio: María». 
―En la sábana se apagán laj’ sombra saitarina dei difunto y como un remolino salió una ráfaga de aire subiéndono de entre loj’ pies y a seguida se oyó un clac, clac, clac poi encima de la Gina. 

Euclides Sosa
(Dominicano)