La consulta
Ella conoció a Marco Antonio 20 años atrás.  En el colegio.  Luego de una relación formal que abarcó un lustro, decidieron unirse, en honestas nupcias, para toda la vida.  Juraron amarse en las buenas y en las malas.  “Sobretodo en las malas” precisó Marco Antonio.  En ese entonces, ninguno contaba con más de quince años.  No eran más que unos potenciales bachilleres.

Los años corrieron y confirmaron la ilusión etérea de sus corazones.  Hasta ahora.  ¿Qué hacer?  En esta “mala”… ¿estará él conmigo? “Se lo digo o no”.  Un verdadero dilema.  “No es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar”, se torturaba.  “Sobre todo en las malas”, volvió a suspirar.

Habían atravesado varias dificultades de consideración.  “Para los esposos que se aman –le comentó él, en una ocasión–, la adversidad no es un enemigo, sino un aliado que los fortalece”.  Sin duda.  Aquellos rumores de que él salía con la prima de ella, fueron realmente escandalosos y, aunque no eran más que cotilleo y pura patraña, sirvieron para que ella se preocupara en renovarle el amor que, por él, sentía.  Del rumor nació una segunda luna de miel.  “Pero una cosa es con violín y otra con guitarra” se atormentó.  ¿Qué vientos soplarían en su alma que la abatían en tal forma?

Repasó, con meticulosidad, los detalles más ínfimos de su relación: todo le indicaba que podía confiar en él también ahora, pero el vértigo le impedía dar el triple salto mortal.  “Esmeralda, has aumentado el valor de la joya que representas porque eres pura, transparente y bella” le confesó él, una noche.  Se ruborizó. Cuánto anhelaba ella esa sensación de seguridad que experimentaba cuando él la abrazaba o le hablaba con ternura.

Pensó en Julio César y en Cleopatra María, sus dos retoños; los frutos maduros de su fértil alianza.  Sólo reparó un instante en verse privada de sus presencias y sufrió el embate de un vahído.  Sus fuerzas la abandonaron y huyeron en desbandada.  Lloró.

Afuera, las nubes negras arroparon los vestigios de sol y el viento, como palabra enfurecida, se pronunciaba en contra de la tranquilidad de la tarde, en un discurso aterrador.  El impetuoso aguacero se precipitó sobre la Tierra, como león sobre su presa.  El cerebro de Esmeralda se tornó su más infalible depredador.

En la casa, sentada en la sala, contemplaba el péndulo del antiguo reloj y sentía que así se movía su alma, en un trágico vaivén.  Sus muebles de caoba centenaria, antes su orgullo, ahora no le llamaban la atención.

Entonces vio que el tiempo salía del reloj hacia ella, como un verdugo de la Edad Media.  Se sintió inculpada bruja ante esta improvisada Inquisición.  No.  De ninguna manera.  Se lo contaría todo.  Con todos los pormenores.  Él le creería.  Era sencillo: bastaba con que dijera la verdad.  “¡Qué difícil es distinguir a los amigos de los enemigos!” se violentó.  Continuó su desbocado llanto.

Se incorporó.  ¡Claro que se lo informaré!  Si hemos salido de otras, ¡también de esta!  Él confiará en mí; me dará crédito y saldremos adelante.  Nuestro amor ha soportado pruebas que en lugar de amilanarlo, lo han fortalecido; que en vez de debilitarlo, lo han alimentado.

Su idilio hubiese sido perfecto si Fernando no se inmiscuye.  Lo conoció hace mucho, porque era el mejor amigo de Marco Antonio.  Desde el noviazgo.  Incluso, fue el padrino de la boda, dado que los superaba en edad:  cuando ellos finalizaban el cuarto año, él realizaba la pasantía de Medicina; con miras a inscribirse en su especialidad de ginecología.

Era un joven con visos de madurez.  Alegre, jovial, seguro, chistoso, servicial, solidario, honesto.  Sus ojos color café reflejaban que no guardaba secretos, fuera de los profesionales; es decir, un hombre diáfano, sin dobleces, sin intenciones mancilladas; que quería decir sí, cuando decía sí; sin ambigüedades.  Y sin equívocos.  Delicado.  Calculador.  Todo un caballero.  Un señor.

Desde que instaló su consultorio ella fue su paciente, por recomendación de Marco Antonio y por acuerdo mutuo.  En la familia, Armando era considerado como el hijo mayor.  “Para mi desgracia” musitó.

El olor telúrico invadía la estancia.  El vapor indicaba que el agua retornaba a su lugar de origen; el ciclo se repetiría en otro momento.  Maldijo la tarde.  No sólo esta, sino todas.  Maldijo la medicina.  A los medicamentos y la Carrera.  Y la especialidad de ginecología, por supuesto.  Maldijo la ciencia.  “Los indígenas eran más civilizados que los españoles”, auto-vociferó.  Maldijo la civilización.  Era todo execración.  Y maldijo los ciclos porque, a fin de cuentas, todo era culpa del maldito ciclo.

Desde hacía meses estaba padeciendo de fuertes dolores en su vientre, primero muy sutiles, luego le abarcaban la espalda e incluso la cabeza, en una espiral insoportable.  Se lo comunicó a Nando (así le decían al doctor Fernando).  Él le prescribió unos calmantes y le indicó algunos análisis, y la tranquilizó diciéndole que no se preocupara, que todo volvería a la normalidad; pero el suplicio se incrementó y se expandió, en lugar de aminorarse o regularizarse.

Cada mes, en su período, Esmeralda experimentaba, en carne viva, los sufrimientos de Cristo en la cruz.  Era ya el quinto mes del año y no soportaba más.  Aunque, en ese momento, ovulaba previó las punzantes molestias que se avecinaban y revivió, en su mente, su reiterado y dantesco proceso menstrual, por lo cual decidió improvisar una cita, que los lazos familiares facilitaron.  También maldijo las citas.

Se presentó puntual a su inusitada consulta y fue recibida por Altagracia, la secretaria de Armando, con el cariño habitual y las mismas muestras de cortesía.  Aguardó unos instantes y ella la invitó a pasar.  Fernando la saludó con afectación y la invitó a tomar asiento.  Conversaron sobre trivialidades durante unos diez minutos.  Él la miraba fijamente, como si la viera por primera vez, como si fuese otra persona.  Ella no se percató de ello.

Entraron en materia y abordaron sin rodeos el tópico en cuestión.  Él le expresó que lamentaba profundamente que los tranquilizantes ya no la aliviaran, pero que le administraría uno más fuerte: un analgésico potente, esperando que la reacción fuese satisfactoria. Vaya que si lo fue. Bordeaban ya las seis de la tarde por lo que el galeno despachó a su asistente.  A Esmeralda los párpados le pesaban como planchas de acero y, con rapidez, sucumbió ante el efecto demoledor del fármaco.

Lo último que recordó de esa conversación es que él le reiteró, como en las anteriores, que el fibroma quedaba descartado, que a lo mejor era alguna inflamación; quizás una infección; pero que ya verían.  “¿Entonces por qué no me indica antibióticos?” se preguntó, antes de abandonarse en los tenebrosos brazos de Morfeo.

Tuvo un extraño sueño.  Veía a un par de niños, de unos cinco años de edad, caminar por un parque en plena primavera.  Casi inspiró la fragancia que las flores siembran en el aire y se sintió muy a gusto.  Entonces el varoncito le permitió a la damita jugar con un peluche grande, que parecía un oso, precisándole que ese era su hermano mayor. En el acto, el oso, hasta entonces peluche, cobró vida, se abalanzó sobre ella y comenzó a devorarla.
Despertó asustada.  Eran las siete y media.  Su vientre le dolía más que antes, pero Fernando, que se ceñía la bata, la calmó explicándole que era un efecto secundario del medicamento.  Que ya en casa se sentiría mejor.

Ella lo notó un tanto sofocado, a pesar del acondicionador de aire.  Entonces, cayó en la cuenta de que había dormido casi dos horas.  “Perdóname, Nando” le suplicó.  “No me ofendiste en nada” devolvió él, con tono misterioso.  Como si hubiese querido prolongar su respuesta.

Esmeralda, casi sonámbula, se levantó con exagerada pereza y, al hacerlo, notó que su vestido estaba arrugado.  “Debió ser por haberme dormido” se justificó a sí misma.  Se despidieron.  Ella le recordó el compromiso del fin de semana.  Él adujo que lo tenía presente y que no faltaría que, después de todo, un viajecito a la playa le vendría muy bien.

Al abordar su vehículo ella notó que una gota gelatinosa se le deslizó por el muslo, como un ladrón nocturno que escapa de su fechoría.  Con una servilleta la recogió.  Enseguida notó que era la prueba fehaciente del final de una penetración; sin embargo, no reconoció el olor, claro está.  Se rozó los senos, se los reafirmó con las manos y advirtió que sus sostenes no le ajustaban como antes: habían sido removidos.

También, ya de regreso a la casa, se percató de sus fluctuaciones vaginales, propias del período posterior al coito con Marco Antonio; pero las delimitó y su procedencia no coincidía con su cónyuge, sino con la podrida alevosía de un canalla.  Así fue como hilvanando piezas armó el rompecabezas: “Nando me…” concluyó, mientras se cubría los labios con las manos.

Se detuvo.  La troposfera de sus ojos se activó a máxima capacidad: lloró inconmensurablemente… de tristeza… de rabia… de ira… de dolor… de impotencia.  Se sintió traicionada por el médico, por el amigo, por el padrino, por el hermano.  Luego apretó puños y dientes y juró hacerlo pagar.  Pero su conato de justicia duró poco.  ¿Cómo lo haría?

Consideró las posibilidades.  Eran muy reducidas; tres, para ser más específicos: La primera era demandarlo ante el Gremio: allí sus colegas, galenos responsables, tendrían algún código ético que protegería al paciente injuriado; en este caso: ella.  Pero esta alternativa, al igual que la segunda (llevarlo ella directamente a los tribunales y someterlo a la acción de la justicia), no prosperaría por una razón: para la ley, como para la entidad, son necesarias las pruebas.  Y ella no tenía.  El sedante que él le suministró duraría poco en su sangre, además de que él podía argumentar que procedía perfectamente su aplicación y quedar descargado, puesto que no había indicios de violación:  nada indicaba forcejeo ni resistencia. ¡No hubo, claro está!  Incluso él podía excusarse: “Fue ella quien me lo propuso”.

La tercera posibilidad era contárselo a Marco Antonio, pero “el hombre es como la ley: no le basta la verdad, necesita pruebas”, masculló.  Se maldijo a sí misma por ser mujer.  “Si fuera él quien me jura que no anduvo con una mujer, con la que dicen que sí ha salido, a mí me bastaría su palabra, pero…”.  Así le llegaban varios pensamientos que la atormentaban más.

Lejos de encontrar una salida, lo que encontró fue otra entrada al laberinto en el que la introdujo la vida.  Marco Antonio había llevado los niños a comprar unos libros que necesitaban.  Llegarían en cualquier momento.  Un par de risas infantiles penetraban a la casa desde el exterior.  La cerradura comenzó a girar. Un frío violento la dominó.  Se quedó paralizada.   “No se lo diré”, jadeó.  Entonces, una pregunta la fulminó con la potencia del rayo: “¿Y si estoy embarazada?”.  El crujir de la puerta sirvió de música de fondo, para la algarabía de los infantes y la detonante interrogación de su esposo: ¿Esmeralda, te ocurre algo?

Edwin Paniagua
(Dominicano)