La revelación de la tumba
Augusto fue, durante algunos años, uno de
los inconformes de Puerto Plata. Nada encontraba bueno. Topografía,
construcciones, costumbres, mujeres, hombres… todo le parecía detestable.
Cuando le hablaban de longanizas hacía un gesto de asco y comenzaba a elogiar
el salchichón de Bolonia o el pate foie
gras de Estrasburgo. Si de modas, decía que las nuestras eran un injerto de
Francia en el Congo. De hombres, que no le hablara nadie; y de mujeres, se
podía dar por muy bien servido aquel a quien él no le interrumpiera exclamando
que eran unas insulsas y que no aplaudía otra mujer que la francesa.
Pero la fuerza
del ambiente es irresistible. Poco a poco va penetrándonos y al fin nos satura
por completo. Augusto fue aplatándose
y, aunque no transigió en todo, concluyó con convenir en una verdad
indiscutible: que entre las mujeres de mi tierra hay salerosísimas y dignas
hasta del Zar de todas las Rusias.
Y de llegar ahí
a enamorarse fue muy corta la distancia. En una barbacoa vio bailar un zapateo
de Anita, y la maestría de la doncella en imitar a los campesinos fue tan
donosa, tan interesante que Augusto quedó rendido, presentó su candidatura, fue
aceptado al cabo de meses, y un año después entregaba su albedrío y su libertad
a la encantadora damita, en las gradas del altar.
La vida del
nuevo hogar fue un idilio enterizo, sin más solución de continuidad que leves y
pasajeros nublados.
Augusto a veces
profería acusaciones en las cuales no creía:
―¿Ves? ―le decía
a Anita―. Yo creo en tu fidelidad material, pero no estoy confiado en la
intelectual.
―¿Cómo? ―preguntaba
Anita sorprendida.
―Muy
sencillamente. Tú no tendrás un amante, pero cuántas veces no me habrás
comparado con otro y encontrándole mejor que yo habrás lamentado no ser su
esposa...
―¡Jesús! Qué
cosas se te ocurren para mortificarme; porque esa es una ofensa que me haces ―ahí
paraba la cuestión y generalmente daba a Augusto todas las satisfacciones que
le exigía su consorte.
Una vez tuvieron
un pleitecito algo más serio, la flor favorita de Augusto era el heliotropo y
gustaba que Anita la usara en el peinado. De pronto ella abandonó, con veleidad
femenina, la modesta flor y dio la preferencia a la gardenia.
Al fin la
increpó Augusto, con la violencia injusta del celoso:
―¿Por qué no
usas ya los heliotropos que te traigo, y pretendes ese escándalo de nieve en la
noche oscura de tu cabellera? Eso no es elegante y algún misterio encierra.
―Caviloso ―le
replicó ella―, ¿no ves que el heliotropo, aunque recomendable por su modesto
color y su opulento aroma, se marchita muy pronto? Préndomelo al cabello y al
poco rato parece una ramita seca.
Al cabo de dos
años enfermó Anita, agravó y murió.
No es para
contada la aflicción de Augusto. Temían sus amigos que la pena lo matara. Cuando
el dolor si no menos intenso, se domesticó un poco, contrajo la piadosa
costumbre visitar la tumba de Anita, sobre la cual hizo erigir un magnífico
mausoleo.
Cada vez que la
visitaba, llevábale un ramo de heliotropo y lo depositaba en el monumento como homenaje
de amor tierno y perseverante, contra el cual eran imponentes la eterna
ausencia y las tentaciones del mundo.
Un día de
difuntos, en la tarde fue, como de costumbre, con su ramo, y encontró sobre la
tumba un ramillete de gardenias.
Una horrible sospecha,
informe, vaga; pero demoledora para el ídolo de su corazón, le cruzó por la
mente. Perdida casi la razón regresó al hogar y resolvió ponerse al acecho.
Al día siguiente
fue al cementerio y se ocultó detrás de una tumba vecina a la de su mujer y
desde ahí espió, con el dolor retratado en el semblante, la huesa de su
compañera.
Al fin, como a
las tres de la tarde, vio a su amigo Alberto que, con un ramillete de gardenias
en la diestra se acercaba a la tumba.
El corazón le
latía con más precipitación que antes. Todo el pasado, con una lumbre que
diafanaba los misterios, acudió a su pensamiento. Recordó que cuando Anita
empezó a preferir la gardenia a las otras flores Alberto era asiduo visitante
de la casa; que en la morada del pérfido amigo el jardín era de gardenias; que
cuando murió Anita, aunque Alberto descuidó mucho la amistad de él, se hizo
notar la aflicción que le dominaba.
No le quedó
duda. Aquel pérfido, aquel infiel a quien había llorado no era a la amiga, sino
a la querida.
Y cuando Alberto
depositó en la tumba las gardenias sintió una terrible palmada en el hombro, al
tiempo que una voz estentórea le gritaba:
―Las tumbas
hablan, ¡miserable!
José Ramón López
(Dominicano)