Propiedad 57
 Prólogo
Así como en el mundo hay cosas que el hombre puede de alguna manera particular comprender, así mismo hay otras que no entiende, que no es capaz de percibir. Dichas cosas, pueden cambiar, modificar el sentido de todo lo que se ha creído o dejado de creer, de todo lo que se cree que existe y lo que no. Sin embargo, cuando este (el hombre) se ve ante la situación o, ante algo que no es apto para su concepción ya anteriormente programada de las cosas que debería o no aceptar como verdaderas y falsas, se ve él mismo en una encrucijada mental que le lleva sin quererlo, sin quizá haberlo deseado nunca, a la idea común de que ha empezado a incurrir en los caminos oscuros e inciertos de la locura.
No diré mi nombre, pues, no lo considero ahora oportuno. Sin embargo, creo propio si referir algunas cosas sobre mí. Soy el interno número 945 de este hospital psiquiátrico, mi habitación es la número 203. No la comparto con nadie, puesto que, nadie tampoco quiere permanecer en ella, no por mí, sino, por la habitación misma, y por lo que en ella sucedió hace unos 5 meses antes de que llegase yo aquí; se encuentra en el fondo del pasillo, y ya casi nadie circula frente a ella. Me han metido aquí, a este lugar que a los demás aterra, a este cuarto, simplemente porque me ha sucedido (por coincidencia o alguna mala suerte del destino) algo similar al que aquí estaba interno anterior a mí. Esta es la historia, el escalofriante relato que más adelante podrán leer, no el mío, sino el de aquel hombre que estuvo antes que yo en este lugar, aquí en este mismo cuarto. No le conozco (al menos hasta ahora es lo que creo), no obstante, ese es mi fin, descubrir quién era, descubrir por qué, al igual que él, me ha sucedido y me siguen sucediendo estas cosas tan horrendas.
Este deseo de conocer y saber más de aquel hombre, se intensificó una mañana en la que me trajeron a la fuerza después de haber tenido una pequeña contienda con un doctor que visitaba el hospital. Uno de los médicos me lanzo al suelo, y al caer, mi cabeza dio fuertemente con una de las baldosas grises del piso de mi habitación, escuché un sonido hueco, diferente al de las otras; la miré luego más detenidamente en sus bordes y descubrí que se encontraba separada casi imperceptiblemente de las demás. Esperé a que llegase la noche, para que así nadie pudiese descubrirme en mi labor inquisidora. Cuando llegó el momento, me puse manos a la obra y con cuidado levanté el cuadrado gris de porcelana. Debajo de esta encontré con asombro un buen número de páginas escritas con pluma, a estas las cubría un plástico ya viejo y deslucido que servía de protección contra el agua o cualquier otro elemento que pudiese deteriorarlas. Leí aquello toda la noche, y no puedo negarles que sentí miedo mientras leía, creo que en una ocasión también lloré, lloré de pena por aquel hombre y todo lo que le acontecía. Incluso para mí, que igual a él he presenciado estas cosas, cosas por las que aquí estoy, me fue aún difícil leer sin admiración y espanto su historia… historia que a continuación exhibiré. Me vi en la obligación de omitir algunos elementos, ya que eran en extremo demasiado horribles… pero, sólo fueron algunos, uno que otro. No obstante, el relato es por entero inquietante y aterrador. Con esto, verán que tanto él como yo, no hemos sido los culpables de los eventos tan… “inhumanos” que nos embistieron. Sin más que agregar por mi parte, les dejo ya con la trágica y negra historia que aquí he encontrado, salvo que mientras lee usted esto, sepa que ha sido porque he descubierto la manera de salir de aquí, para disponerme así, de la forma en que he encontrado este escrito, hallar también el inicio y por qué de todo, pero… eso ya es otra historia. 
* * *
Estaba cansado, muy cansado… exhausto, perdido en medio de aquella montaña espesa y oscura, desesperado en busca de una salida que no parecía encontrar nunca. Era una montaña que se había convertido casi impenetrable en aquella oscuridad. No parecía (al menos para mi juicio), que ser humano alguno hubiera pisado allí una vez. Largas cuerdas de lianas se cruzaban por todas partes enredando y amarrando cuantas partes pudieran de mí, numerosas plantas con espinas cortas y largas se encontraban por todo el lugar, pero… esto era sólo una simple sandez comparado con el otro horror que me espantaba, que me hacía desesperar extremadamente, erizaba por completo mi piel, ¡esa oscuridad!… esa oscuridad tan imponente y aguda, devoraba todo… devoraba mis esperanzas y mis fuerzas sin ninguna pena ni remordimiento.
-¡Oh! ¿Cómo? ¿Cómo podré salir de aquí? -me decía.
La Luna, ¿Dónde se encontraba la Luna?, se había escondido para mí, para hacer más grande mi horror y mi desesperación, para agudizar aún más la negrura de la noche. Sostenía yo en la boca una pequeña linterna; en la mano izquierda un rifle de casería Marlin modelo 60, en la derecha un cuchillo de esos de la marca Albainox que usaba para abrirme camino entre toda aquella maleza, y en la espalda una mochila, una mochila con herramientas indispensables para la cacería.
-¿Por qué tuve que salir tan tarde? ¡Maldita sea!
Ese día, casi al terminar mi horario de trabajo a eso de las cuatro de la tarde, había decidido organizar algunas cuentas que, por factores rutinarios en la vida laboral se me habían acumulado; esto me tomó aproximadamente dos horas más después de mi horario regular, así que, faltaban mucho más o mucho menos que unos treinta minutos para las seis. Eran días de verano, y por lo general en esta parte del mundo empieza a oscurecer un poco más tarde de lo habitual, pensé que tendría aquel día (a pesar de haber llegado tarde a casa), tiempo suficiente para satisfacer una de mis casi irresistibles pasiones: la cacería. Llegué a casa, saludé a mi esposa como de costumbre, no perdí tiempo y como un fugaz relámpago disparado en una bravía tormenta subí a mi habitación. Al cabo de cinco minutos ya había bajado de nuevo las escaleras vestido como todo un cazador. Mi esposa, tan cariñosa y afable como siempre, entendió mi deseo por salir de caza aquel día, me dijo que haría para la cena una de mis comidas favoritas: pechugas de pollo con la salsa especial que ella misma prepara. Le encanta cocinar, y me amaba, que es lo que más importa de todo. En fin, me despedí de ella y salí entusiasmado por la idea de encontrar algo que cazar ese día. Llamé a uno de mis compañeros de trabajo que al igual que yo amaba la caza, le pregunté si conocía algún lugar en el que pudiese yo encontrar aves que cazar, me dijo que sí, que sabía de un lugar, uno que había escuchado por boca de  otro de  sus  amigos,  pero  que  él  mismo, nunca  había  ido  allí,  así  que  como  me encontraba en una situación en la que no podía perder tiempo, le dije que me enviara la dirección de aquel lugar lo mas diligentemente   posible, después de unos tres o cuatro minutos mi amigo me envió un mensaje de texto que contenía la dirección del lugar, por suerte no se encontraba muy lejos y me dirigí hacia allá. Aún era temprano, todavía brillaba el sol, el reloj marcaba las seis y veinte minutos y no oscurecería sino hasta casi las ocho, dejé mi vehículo en un pequeño callejón cerca de la carretera y empecé la cacería. Al cabo de veinte minutos vi una de esas aves pertenecientes a la familia de las Numididae o  más comúnmente conocidas como Gallinas de Guinea, me emocioné bastante y empecé a seguirle; pero sucedía que cada vez que la tenía en la mira, alguna rama o roca se interponía; y así, así siguiéndole sin pensar o hacer alguna otra cosa que estuviese fuera de ello, había atravesado casi por completo, sin darme cuenta si quiera una extensa y alta montaña. La calle por la que había yo llegado no podía verla ya y no pasaba por allí vehículo alguno; era de noche y empecé a preocuparme por lo lejos que me encontraba y por la hora que era entonces. Así, así de esa forma fue como llegué a ese lugar del cual no podía yo después salir en medio de la noche y sin saber a dónde me dirigía. Descendía sin rumbo, abriéndome paso entre la espesura; cortando, halando y quebrando todo y cuanto se me cruzara en el camino; ayudado, pero no demasiado por la blanca y tenue luz de la pequeña linterna que mordía  con  mis dientes, pude  al fin,  cansado, arañado  por las espinas y con el sudor chorreante que humedecía algunas partes de mi cuerpo, salir de aquella infernal escabrosidad. Suspiré, extendí mis brazos en señal de gracia y alivio, pero… ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba la ciudad? Pude salir de lo más profundo e interno de la montaña sólo para llegar a un lugar igual de desconocido, más sencillo sí; más sencillo para poder desplazarme, de eso no cabía la menor duda pero, de que me servía si no  tenía  idea  de  dónde  ir.  Miré  en  todas  direcciones  desde  la  altura  que  aún  me encontraba, me esforzaba  por escuchar o ver algo, pero para mi desgracia era todo tinieblas, la más impenetrable e infranqueable de las tinieblas, no había visto noche jamás tan oscura y negra como aquella. Yo era un hombre de temple, firme y de poco atemorizar (hasta esa noche), noche fatal de horrendas dimensiones. Todo hombre por más cargado de valor que esté, se rinde ante los horrores de las más oscuras brumas, lo aseguro, y quien lo niegue es un infame ingenuo que no se ha visto envuelto entre las más espesas de las sombras, o es, simplemente un hablador.
Vagamente, arropado en todos los extremos por la más intensa oscuridad, una especie de resplandor intermitente golpeaba las expandidas pupilas de mis ojos, no sabía a  qué distancia  se  encontraba,  pero  de  haber  personas  en  ese  lugar,  era  preciso  que  yo descendiera hacia aquella débil luz si quería volver nuevamente a casa.
-No hay tiempo que perder, debo ir hacia esa luz -me dije.
Descendía muy de prisa por la ahora sencilla cuesta en la que me encontraba, no me tomó demasiado hasta llegar finalmente a la llanura, podía ver entonces más cerca la luz. Era preciso  para  llegar  a  ella  cruzar  una  especie  de  siembra  o  cultivo,  caminé  hasta adentrarme en ella, el suelo estaba forrado totalmente de hojas… demasiadas hojas. Al caminar, el silencio agudo e insoportable que acompañaba la noche, recogía con ímpetu el ruido que producían mis pasos sobre aquel montón de hojas secas, cada paso que daba se escuchaba en todo el lugar, como si el silencio mismo intensificara a propósito el crujir de las hojas al ser aplastadas por mis pies.
Cuando me encontraba ya en medio de la plantación, completamente cubierto por aquellos arboles me decidí a inspeccionar brevemente uno de ellos y descubrí que aquello era una siembra extensa de cacao, materia prima para la elaboración de los más deliciosos chocolates. Quien pensaría que tal sembradío dedicado al cultivo de la más importante materia para la elaboración de un producto tan dulce y exquisito me provocaría tanto terror.
Me apresuré, no me importaba ahora el ruido, solo quería llegar a la luz que estaba cada vez más y más cerca. Las sensaciones que se producen en el hombre cuando por alguna razón encuentra la posibilidad de sustituir la sombra por luz son indescriptibles. Un número inimaginable de emociones que no puedo casi explicar invadía por completo mi cuerpo mientras más cerca estaba de aquel resplandor, por fin llegaría a un lugar excepto de tinieblas, pero que al mismo tiempo allí en ese lugar había la probabilidad de encontrar ayuda para volver a casa. Eran entonces, según mi reloj, las nueve y cincuenta de la noche cuando presurosamente había ya cruzado aquella lúgubre plantación de cacao, y tenía al frente, a sólo unos pasos, el lugar de donde provenía la luz. Era una pequeña casa allí en medio de toda aquella tenebrosa arboleda, rodeada en todas direcciones por la espesura. Aquello (de no equivocarme yo en ese momento) pensé que era el hogar de quienes cuidaban tal cultivo. La casa era de madera, y, ayudando a mi vista obligatoriamente con la luz de la linterna a inspeccionar de forma breve la vivienda, pude observar que la madera en la mayoría de sus partes carecía de pintura, salvo algunas fracciones que parecían conservar  el color que en algún tiempo cubría toda la madera de la casa. En las secciones horizontales de la madera, el color aparentaba ser de color azul, y en las verticales al igual que el resto, conservaban indicios de su antigua pintura, pero en este caso su color era blanco. Me encontraba todavía en la entrada, a unos diez metros, separado por una pequeña cerca hecha también de madera a la altura de mi pelvis, la cerca poseía un aspecto maltrecho y desordenado, tenía una pequeña portezuela la cual abrí para dirigirme hacia la puerta de la casa. Algo que se me había olvidado mencionar y que considero muy importante para el relato, es que, mientras me encontraba de pie al otro lado de la cerca, pude ver próximo a la portezuela, un pedazo de madera rectangular pintado de blanco que simulaba una especie de aviso, el cual, con pintura roja llevaba escrito de forma no muy artística; «Propiedad 57». Después de haber observado aquel aviso, me encaminé hacia la puerta de aquella lúgubre vivienda y que quizá, pienso yo, por culpa de los elementos que adornaban la escena. Esta, exponía un aspecto que sin mucho esfuerzo rayaba en lo tétrico.
Caminaba despacio, metiendo mi cuchillo en uno de los bolsillos laterales de la mochila, quedándome únicamente en las manos el rifle y la linterna. La puerta estaba entreabierta, dejando  salir  del  interior  una  luz  latente  (por  así  llamarle  al  efecto  que  aquella  luz producía). La puerta era de esas de madera doble, partidas a la mitad, de las que se puede abrir independientemente una u otra de las partes, tanto la parte superior como la inferior. En este caso, en mi caso, era la parte superior la que se encontraba entre abierta, me acerqué lo bastante como para intentar escuchar algo allí dentro, cualquier sonido que me indicase la presencia de personas en el interior de la casa. Al transcurrir aproximadamente un minuto, no había escuchado más que el triste rechinar de las oxidas bisagras de la portilla, cuando esta era impulsada de aquí allá y de allá acá por las sutiles y suaves corrientes de viento que acompañaban la espesa y negra noche.
-¿Será que no hay nadie dentro? –me pregunté.
Inmediatamente, al terminar yo de haberme hecho esta pregunta, e impulsado por el insondable  horror  que  me  producía  estar  allí  afuera  en  medio  de  tan  escalofriante oscuridad, pensé en tocar a la puerta convencido que de haber alguien ahí dentro respondería a mi llamado, y así, luego de reflexionar en esto por unos instantes, toqué, no muy fuertemente, dos veces lo hice con mis nudillos en la rustica y vieja madera, esperé unos segundos evitando producir algún ruido que me impidiese escuchar cualquier respuesta desde dentro de la casa, pero, al cabo de unos segundos sólo seguía escuchándose lastimosamente el rechinar triste y apagado de las bisagras, y de vez en cuando… cuando el viento osaba incrementar su intensidad se podía escuchar cómo se deslizaba este entre las hojas de aquella tétrica plantación que me rodeaba junto con la lóbrega residencia.
-Quizá no habrán escuchado –me dije al percatarme de que no obtenía ninguna respuesta.
Decidí tocar nuevamente, lo hice unas dos o tres veces, pero en esta ocasión procure aumentar la intensidad y fuerza del llamado, sin embargo, no se escuchó voz alguna abandonar el interior de la casa.
-Abriré la puerta y echare un vistazo –pensé.
Lentamente y con toda la cautela posible que podía permitirme, abrí la parte superior de la puerta. A primera vista me pareció no ver ninguna persona allí dentro. Corrí luego el pestillo que sujetaba la parte inferior de la entrada para así disponerme a ingresar en la pálida luz que con esfuerzo cubría las paredes y el techo de la casa, y que en ocasiones esta misma luz, intentaba vanamente abandonar el lugar por una que otra hendidura de la vieja madera. Impulsado por el miedo y el temor de permanecer más tiempo en aquella densa penumbra, abrí completamente la puerta para de un paso meterme en la estancia. Había entrado ya por fin a la lúgubre vivienda, pero no vi, por más que llamé y llamé ningún vestigio de que alguien estuviese allí. La casa era realmente pequeña, no tenía más que una reducida   sala y otros dos pequeños cuartos, los cuales no se encontraban iluminados con ninguna luz, a diferencia de la parte que hacía de salón en la vivienda, que se encontraba iluminada por una especie de candelabro con tres largas velas encendidas, siendo estas las que producían aquella luz tenue y palpitante. Al ver yo que nadie respondía, esto me aseguraba la ausencia de cualquier ente allí, a menos que, por alguna razón hubiesen estado escondiéndose para evitar así que yo les viera, pero, esto fue únicamente algo que pensé en aquel momento, porque el motivo único y verdadero de tal ausencia sería uno que  para mi desgracia me  toco  descubrir  después, no  porque  lo quisiera pero, díganme ustedes ¿acaso puede alguien luchar contra su desconocido y propio destino? Pues, yo creo que no, ya que nadie sabe lo que sucederá más adelante, sino hasta el momento preciso en que está sucediendo, por esto, era yo inocente de todo lo horrendo, nefasto y terrible que sucedería después. Caminé lentamente dentro de la estancia sabiendo que allí no se encontraba alma humana alguna, llegué cerca del tosco comedor donde pude ver algunos platos todavía con restos de comida, me acerqué, tomé uno de los platos y me lo aproximé a la cara para olfatear su contenido.
-¡Está fresco, aún huele bien! –me dije sin poder evitar una expresión de asombro.
El contenido de aquella vasija no era más que puré de papas con algunos trozos de queso. En la mesa había dos platos que, según yo, daban la impresión de que no hacía mucho o demasiado que dos personas habían cenado sobre ella. Después de mi breve inspección sobre aquel contenido del platillo, lo puse de nuevo en su lugar, llamándome ahora la atención una especie de plataforma rectangular de madera en la que se encontraban otro par de vajillas y algunos vasos que habían sido usados con más anterioridad a los que se hallaban sobre el comedor. También a un lado de estos trastos, sobre la plataforma, había un recipiente más grande, lo destapé y en él, en su interior, había más de esta comida. Como sabrán ya ustedes, había permanecido mucho tiempo perdido en esa oscura y densa montaña, tenía hambre y estaba también cansado, por lo que pensé en servirme un poco de aquel puré mientras esperaba a que llegasen los habitantes de la pequeña casa en la que me encontraba. Cogí un plato limpio, de algunos que se encontraban colgados sobre unos largos tramos de madera que actuaban como una especie de gabinete, me serví un poco de aquello y luego me fui a la mesa.
-Supongo que a quienes sean que vivan aquí, no les molestará que haya tomado un poco de su cena -me dije al momento en que halaba una de las sillas para sentarme.
Mientras comía, miraba atentamente el peculiar candelabro que, cubierto en la mayoría de sus partes por la cera derretida y que luego por un proceso químico o molecular volvía esta a endurecerse, sostenía aquellas tres velas, las cuales, ya acarreaban más de un treinta por ciento de la composición de su cera consumida.
-¿No eres muy estético ni elegante, verdad? -pregunté en tono de broma a la deformación de acero que hacia como candelabro.
Gracias a esto, a este acto que muchos, o incluso yo mismo en otras circunstancias lo hubiese encontrado sin dudas como una acción u observación estúpida, pude ver bajo este mismo un trozo amarillento de papel doblado y metido intencionalmente allí debajo. Movido quizá por la curiosidad o por algún sentimiento de esos que experimenta instintivamente el ser humano, tomé el trozo de papel… al abrirlo leí lo que sigue:
“Carlos, les hemos dejado la cena servida, hemos salido hoy de la casa un poco más temprano de lo acostumbrado. Mamá no quería esperar ya más tarde y me vi en la obligación de salir antes, por favor, salgan de la casa antes que la noche les atrape allí a ti y a papá.”
Después de haber leído esto, no puedo negarles que se apoderó de mí una incertidumbre casi  insoportable,  las últimas  líneas  despertaron  en  mí, numerosas  dudas  y temores; “Salgan de la casa antes que la noche les atrape allí”.-¿Acaso andarán rufianes, ladrones o asesinos por aquí? –esta y más preguntas me hacía después de haber leído ese papel.
Pero,  la  verdad  era  aún  más  espantosa  que  esta  suposición,  más  enloquecedora  y sombría de lo que mi aún inocente espíritu podía imaginar. Lo que de allí en adelante tuvo lugar no espero que todos lo crean, o si quiera lo tomen en cuenta, ya que, la razón es incapaz de asimilar tales cosas, a menos que esta misma se vea cara a cara con tan escalofriantes y demoníacos sucesos… sucesos que acabarían por destruir la cordura del más valiente y fuerte de espíritu. Era negra aún la noche, muy negra, insondable en todas sus dimensiones, el silencio era intenso, casi más intenso que la misma noche, sólo se escuchaban  en  ocasiones  las  hojas  secas  que  por  un  leve  soplo  del  viento  eran arrastradas unas sobre otras. Esta misma brisa fantasmal movía suavemente de aquí a allá las incontables ramas de los árboles que rodeaban la pequeña cabaña, cabaña en la cual aún permanecía. Era evidente ya, que nadie volvería a la casa esa noche, el mensaje escrito en aquel papel lo había dejado claro, así que, en medio de tan siniestro ambiente, y sin saber a dónde ir, resolví quedarme allí hasta el día siguiente. Tenía un rifle que podía servirme de protección para cualquier intruso que intentase ir por allí, por lo tanto, me sentía aún más seguro de quedarme. Tomé el arma y la coloqué estratégicamente en una esquina del pequeño salón, miré luego el rústico y burdo comedor lleno de platos sucios y pensé que, mientras transcurría la noche, podría yo limpiar todo aquel desorden, agarré todos los platos y los llevé luego a aquel tablón rectangular en donde se encontraban los demás trastos sucios, cogí un  poco de agua  de  una de  las vasijas y la vertí en  un recipiente más grande. Me disponía a limpiar las vajillas, cuando de repente escuche algo afuera de la casa; me detuve en seco y presté atención a cualquier sonido que pudiera producirse nuevamente, pero al cabo de un rato, nada se escuchó.
-Ese papel me ha desconcertado bastante, hasta creo escuchar cosas -pensé dentro de mí, dejando salir una sonrisa leve moviendo al mismo tiempo la cabeza de un lado a otro, como si estuviese diciéndome a mí mismo que no.
Volví nuevamente mi atención a la limpieza de aquellas vasijas, pero al cabo de unos instantes, de nuevo, el mismo sonido fuera de la morada, solo que un tanto más fuerte que el anterior, inquietó en gran manera mi espíritu. Me detuve, volví la vista hacia el lugar en que había colocado el arma, corrí cautelosa y sigilosamente hacia el rifle con el fin de apoderarme de él y, salir a investigar si se trataba para suerte mía de alguno de los que moraban allí; o si para desgracia se trataba de algún intruso merodeando por los alrededores. Con el arma en mano, iluminado por la sutil luz de la velas, dejando estas delante de mí, una intensa sombra que imitaba todos y cada uno de mis movimientos. Caminé despacio intentando no alarmar a quien fuera que estuviese del otro lado de las viejas maderas que moldeaban la casa; ya no se escuchaba nada, el silencio perpetuo volvía a ser aquel que desde un principio dominaba y consumía todo, pero… ¿Qué era lo que había yo escuchado? Esto era lo que estaba a punto de averiguar. Me armé de valor y me coloqué en la puerta que daba a la parte trasera de la vivienda, quité con cuidado el pestillo que la mantenía cerrada, sujetaba con vigor el arma y con el cañón de esta empujé muy lentamente la puerta; al abrirse, pude ver sólo tinieblas, nuevamente me encontraba a merced de la noche, de aquella penumbra abismal. La luz de las velas se extendía fuera de la casa simplemente a unos miserables e insignificantes metros ¡necesitaba ver! descubrir si alguien andaba por allí, así que,   volví nuevamente dentro, busqué y cogí prontamente la linterna; ¡ahora tenía luz! no una intensa, pero si una suficiente como para penetrar en tan honda oscuridad. Mire a mi izquierda, apuntando con la luz del foco y el cañón de mi arma; si alguien se asomaba con intensiones desfavorables y mortales para mí, dispararía inmediatamente, pero, nada paso… a nadie vi, solo árboles, árboles que quizá por mi exaltación les veía tomar formas demoniacas. Sin embargo, después de solo unos segundos, a mi derecha, lo escuché, casi el mismo sonido que había escuchado hacia un rato. Sin dudas, alguien se toparía en poco tiempo con el frio cañón de mi arma. Al mismo tiempo en que giraba  con el foco en la dirección de donde había surgido aquel ruido, grite:
-¿Quién anda ahí?
Un sentimiento efímero, pero capaz de atemorizar en extremo absoluto a cualquier hombre que,  en  circunstancias  extraordinarias  se  crea  una  imagen  mental  de  algo  que  en segundos (según él) tendrá lugar, pero que, al cabo de ese tiempo, todo el escenario mental que ha creado él mismo, resulta, total y sorpresivamente diferente. Este mismo sentimiento se apodero de mí, haciendo estremecer con fiera brusquedad cada parte de mi cuerpo. Yo esperaba ver allí a una persona, algún intruso, o quizá y mejor, a alguno de los que allí vivían pero, no fue esto lo que vi… lo que vi, no era lo que esperaba yo vislumbrar frente a mis ojos, y quizá, pienso yo, a esta razón se debió mi exaltamiento y efímero susto más que a la misma imagen que tuve en aquel momento frente a mí, ¿Qué fue lo que vi? Al  girar  bruscamente  la  luz  del  foco,  se  presentó  ante  mí  un  enorme  perro  gris, encadenado a un tronco con una gruesa y oxidada cadena.
-¡Dios Santo! -me dije, presa de aquel sentimiento que con cierta dificultad les describí anteriormente.
Di un ligero paso hacia atrás, sentía el corazón latir más a prisa en mi pecho, no obstante, al cabo de un momento, cuando la razón volvía a su estado normal de excitación, asimilando gradualmente la imagen que le había inquietado tan fuertemente, sentí, así mismo, de la misma forma gradual y sutil con la que me abandonaba aquel espanto, como volvía a mí, muy dentro de mí la calma. Suspiré, cerré después los ojos y dije:
-¡Es un perro, sólo un perro!
Caminé hacia él, le silbaba, yo hacía gestos con las manos con la intensión de comprobar si hacía o no caso a mis llamados, por suerte, era muy dócil el animal. Era un perro de buen  tamaño,  color  gris  como  antes  dije,  fuerte  y  vigoroso  según  demostraba  su comportamiento. Me acerque bastante, creo que hasta jugueteé momentáneamente con él en ese instante. Fui a la casa, junté algunas sobras de lo que había quedado y le di de comer al perro.  Movía su cola como si se alegrase de que estuviese yo ahí con él; saltaba, daba vueltas y lamía mis manos, ¡que contento estaba el animal! Sin embargo yo, yo no podía quedarme ahí fuera con él, me sentía atemorizado por la noche, así que, acaricie la cabeza de mi nuevo amigo y volví después a entrar en la casa. Al entrar, noté que dos de las tres velas estaban consumidas casi en su totalidad, me apresuré en seguida a buscar en todo el lugar con la esperanza de encontrar alguna, no quería quedar a oscuras, no aquella noche; abrí, cerré, levanté  y miré  en  casi todas partes. Veía  de  todo, libros, papeles, artilugios extraños, pero nada de esto me interesaba, había programado en mi mente la búsqueda única y exclusiva de las velas.
-¡Velas,  necesito  velas!  -repetía  este  mismo  ademan  una  y  otra  vez  sin interrupción.
No pasó mucho, y luego de una breve búsqueda vi en un rincón de la casa un viejo baúl, lo abrí y dentro de él las encontré, seis largas y blancas velas.
-¡Ah! Gracias a Dios -dije, dejando salir al mismo tiempo un suspiro gratificante de alivio.
Tomé las velas y me dirigí a la mesa, quité las dos gastadas y las sustituí por las nuevas. Mientras hacía esto, empecé a escuchar algo, algo que jamás, jamás en lo que queda de mi traumada vida podré olvidar, era un sonido… no, era una voz, o más bien, muchas voces, no sé si quiera decir precisamente lo que era, solo sé que aquello no era algo que yo hubiera escuchado antes. Intenté compararle con el sonido de algún gato, después lo comparé con las voces de niños lamentándose, sufriendo, como si suplicasen ayuda desde el interior de alguna mazmorra en la que se les tortura, pero no, no era yo capaz de identificar o reconocer con exactitud el proceder de aquel nefasto aullido, voz o sea como fuese que se llamara aquel lamento que se abría paso en medio de la noche. Entonces, abrumado y desconcertado al mismo tiempo,  y en un brote de incontrolable reflexión pensé:
-Es el perro… si, quizá sea el perro.
Cogí el arma y también el foco, la puerta aún permanecía abierta, mis nervios se estremecían y empezaron en ese momento a descontrolarse, ese sonido, aquel sonido demoníaco era el culpable. Me paré firme en la puerta, y con lentitud lleve la luz de la linterna al lugar del que surgía de forma tan horrenda ese lamento infernal. ¡Oh! Me estremezco, tiemblo y casi desfallezco al pensar de nuevo en tan diabólica y repugnante cosa; aquel perro, ese que había visto yo hacía solo unos minutos, se había deformado, y continuaba aún en ello cuando le vi, se deformaba, se transformaba de manera asquerosa frente a mí. Observé petrificado como su mandíbula   inferior se quebraba abruptamente hacia un lado, le escuché crujir los huesos y vi como quedaba descubierta su lengua, luego sus  extremidades…  sus  cuatro  patas, empezaban  a  alargarse de  forma  antinatural  e impensable. Me fallaban las rodillas, y la alteración de mis nervios culpa de aquella escalofriante escena era, sin ninguna duda, imposible de describir, luego, cuando me era ya casi imposible seguir observando tal cosa, vi como las costillas de aquel engendro se expandían, provocándole esto que algunas le perforasen la piel. Ya no podía soportar más, me era inaguantable continuar ahí mirando esa cosa. Di entonces un paso al frente, casi obligándome a ello y, cerré después la puerta. Por fin ya no le veía, sin embargo, seguía aún escuchándole ahí fuera. Algún demonio maldito se había apoderado  del inocente cuerpo de ese animal. No podía sacarme aquellas espantosas imágenes de la cabeza, no sabía qué hacer, me dominaba el miedo y me mantenía aferrado al arma, así como un pescador empuña su vara en medio de una agobiante lucha entre él y su presa.
-Tengo un arma -me dije mientras la miraba.
Era una locura, pero después de vacilaciones y de inquietantes deducciones, me decidí a salir y pegarle un tiro a la criatura. Me armé de valor, revisé que el arma estuviera cargada, abrí después la puerta, encendí la linterna y la coloqué en mi boca para poder así agarrar con las dos manos el rifle. Temblando y casi sudando salí de la casa hacia las brumas en las que se encontraba la criatura, y allí, allí frente a mí, todavía encadenado al árbol en que por primera vez le vi, se encontraba la mortaja asquerosa del animal, convertida en una criatura horrible que parecía haber surgido del mismísimo infierno; le colgaba un ojo fuera de su órbita, el otro le sangraba y le brotaba con la intensión de imitar el destino del primero. Su boca, como ya dije, se había roto y quebrado hacia un lado, dejando descubiertos sus dientes y su lengua, los dientes parecían haber agrandado un tanto, su pelaje, su piel, toda su superficie brillaba ante la luz de mi linterna, esto, por la gran cantidad de sangre fresca que le cubría. En la región de su estómago se hallaba la imagen más repugnante; gran parte de sus costillas se habían expandido notablemente, desgarrando luego la piel del animal a tal grado que,  fragmentos de sus órganos se asomaban por una de sus rasgaduras. Aullaba y gruñía cual demonio, me acerqué, apunté con temor y esfuerzo a su cabeza y descargué al instante un disparo; inmediatamente, cayó inmóvil la criatura, ya no se movía ni de sus fauces se escuchaba sonido alguno, en cambio yo, prisionero del temor y del espanto no podía de forma alguna mover mis piernas, por suerte, después de un rato, al sentir como la noche mezclada con la horrible imagen de la criatura empezaban a dañar aún más mis nervios, corrí de vuelta a la casa, allí me encerré asustado, incapaz todavía de asimilar lo que había sucedido. Trataba yo, con esfuerzo sobrehumano tranquilizar mi alterado, descontrolado y desordenado estado nervioso.
-¡Ya pasó todo! ¡No pasa nada, tranquilo! -estas eran sólo algunas de las tantas cosas que me decía, con el objetivo único de encontrar nuevamente la calma.
Transcurrió así una hora, sentado con el arma junto a la puerta por la que había entrado yo después de aquello. El viento soplaba suavemente, las ramas de los árboles se golpeaban unas a otras resonando al compás de la brisa; dormitaba, caía involuntariamente en un estado soñoliento, cuando de repente se escucharon pasos quebrar las hojas secas, de un salto  me puse de pie,  prestaba  atención, mucha  atención  a  cualquier sonido  que  se produjese en aquel momento, me  aferré  al arma, temblaba  maquinalmente  sin poder evitarlo. Mi mente se ahogaba aún en las tétricas imágenes que había presenciado hacía poco, después, después sentí el miedo, no ese miedo ordinario del que hablan en conversaciones cotidianas, basadas en cosas simples y triviales que pasan sin ningún resultado verdadero. El miedo que allí se arraigó en mí, no lo había sentido ni visto jamás en otra persona, sentía como se me nublaba la vista al tiempo que recorría por todo mi cuerpo un vapor… no, se sentía como una corriente de aire ardiente… si, eso, así lo sentía, un aire abrasador que circulaba dentro de mí. Mi corazón latía fuerte, más fuerte, más rápido, advertía como se quemaba culpa de ese aire tan vivo que recorría mi cuerpo, empecé a sudar luego allí parado; No podía evitar nada de lo que me sucedía aunque lo hubiese querido ardientemente en ese momento. Este era el miedo que me asediaba, le había conocido aquel día, inmóvil, allí de pie dentro de aquella casa le conocí.
Pasé una de mis manos sobre la tela de mi pantalón, luego la otra, pues, las tenía húmedas, mojadas de sudor, y seguir sosteniendo el arma se me estaba haciendo ya un tanto difícil.
-¿Aún seguirá con vida ese animal? -me pregunté en un susurro que parecía estar más cargado de temor y espanto que de palabras.
«¡Animal! ¡Ah!» Qué locura haberle llamado así en aquel momento, ya eso no era un animal, ni nada semejante a todo lo que el hombre se acostumbra a ver durante toda su vida aquí en la tierra, aquello era indudablemente, una aberración demoníaca que se había escapado del infierno con el propósito único de presentarse a mí esa noche. A pesar del lastimoso estado en que me encontraba, y del estremecimiento voraz que me oprimía; decidí abrir la puerta y descubrir con mis propios ojos, en medio de la oscuridad, si aún vivía aquel engendro al que había yo disparado. Tomé la linterna, y temblando como loco, sumergido en un mar de agitados escalofríos que me producía también el miedo, toqué con mi dedo el botón que encendía y apagaba la linterna, esto con el fin de comprobar si aún funcionaba del todo, pues, había permanecido con ella encendida mucho, o sobrado tiempo. Por suerte, ésta aún disparaba su leve pero eficaz luz blanca que rasgaba con cierta dificultad la espesa sombra de la noche. Sacudí la cabeza, con el propósito de controlar y equilibrar un poco los nervios, sujeté firme el rifle mientras quitaba el cerrojo, inhalaba y exhalaba profundamente. Abrí por fin la puerta, y escuché allí fuera en la penumbra el crujir de las hojas, encendí nuevamente la  linterna, mirando con ella en dirección a donde se encontraba encadenada la criatura con el fin de descubrirle allí caminando, viva, aún de pie y cubierta de sangre como la había visto por última vez; así fue, allí la vi, salvo que, no caminaba ni vivía ya, estaba muerta, inmóvil sobre el suelo. Entonces, ahí estático, quieto, sentí una leve brisa rozar mi cuerpo, era suave, sutil, era como si el viento hablase conmigo intentando advertirme de algo que yo desconocía, pero que él, desplazándose en medio de la noche lo había ya descubierto. Permanecía yo aún mirando la masa inerte de la criatura, cuando más allá, entre los árboles, no muy lejos, sólo a unos metros detrás de donde se encontraba la bestia encadenada, escuché quebrarse nuevamente las láminas secas de las hojas. Rápidamente, asustado, temblando de pies a cabeza, con mi entendimiento ya abatido por lo acontecido en el curso de esa noche, preguntándome quien, o más bien, qué era lo que seguía allí escondiéndose entre los árboles. Orienté la luz hacia donde creíamos yo, y mi ya desordenado juicio haber escuchado tal sonido; suspiré, sentí como si un vacío en mi pecho se hubiese por fin llenado con un sentimiento de satisfacción, similar al que siente el hombre después de haber salido ileso de un accidente casi mortal. 
-¡Ah! ¡Sólo hay sombras, sólo eso! -me dije entretanto la luz del foco descubría únicamente allí oscuridad.
Este era el escenario, tenebrosidad, solo brumas fuera del rango cubierto por la luz blanca del foco, dentro de la luz; únicamente árboles, muchos árboles de cacao, y otro de tronco muy grueso, parecía un árbol plantado hacía ya mucho tiempo en ese lugar, quizá años, muchos años. Me sentía aliviado, pero seguía la duda dando vueltas en mi cabeza, sabía que en varias ocasiones había yo escuchado pasos entre aquella marchita hojarasca, estaba seguro de ello, y de que no fue, en momento alguno una alucinación o ninguna otra manifestación psicológica, producida por una viva alteración de la cordura. No soportaba, ni ya me era posible seguir de pie en medio de aquel escenario tenebroso, oscuro y cargado de un aire tan denso, portador de algo que desconocía, que me agobiaba, decidí volverme a la casa, pero al momento justo de hacerlo, sucedió algo que detuvo, y luego aceleró mi agitado corazón; la linterna se había apagado, todo quedó a oscuras, temblé, noté como se expandía el corazón en todo mi pecho, agité bruscamente el pequeño foco, pulsé una y otra, y otra vez el botón de encendido, hasta que por suerte… no, suerte no, fue una desgracia que encendiese en aquel momento, ¡oh! ¿Cómo describir ahora lo que sentí? ¿Acaso habrá palabras que me ayuden a hacerlo? Creo que aunque las hubiese o sea yo capaz de encontrarlas, estas no serán suficientes como para hacerle sentir a quien lee, si quiera una mínima y minúscula parte de la intensidad y cantidad de sentimientos que me invadieron en ese momento.
Al momento en que volvió la luz, vi detrás del enorme árbol, algo que me hizo estremecer hasta la médula; empezaron a chocarme los dientes, sentía como se congelaba la sangre en mis venas, ese aire abrasador que circulaba antes mi cuerpo, era ahora más intenso, más insoportable. Me quede paralizado, sin mover si quiera un musculo mirando fijamente aquello que se asomaba detrás del árbol, de repente, al verse esa cosa descubierta por la luz, se escondió detrás del grueso tronco, luego, le vi correr entre los árboles; era muy rápido, casi no podía seguirle con la luz y al cabo de unos segundos, se perdió entre la espesa arboleda ayudado también por las tinieblas que arropaban la noche, al cabo de ese mismo tiempo ya tampoco le escuchaba, pero permanecí allí con la luz apuntando en dirección al lugar en que le vi correr. Ahí me  mantuve, con la mirada fija, procurando no parpadear, esforzándome por ver más allá de la oscuridad, pero no podía ver más que el pequeño fragmento territorial que me permitía a duras penas la ya agotada luz del foco. Luego,  el  silencio  se  mezcló  con  la  noche,  intensificando  así  la  angustiosa  espera, comencé a sentir un débil, pero apaciguador toque de esperanza al no ver que volvía de entre las sombras aquello que había visto, aquella cosa aún más horrenda y espantosa que la primera; sin embargo, este sentimiento de vana esperanza no duró demasiado, un rumor continuo y un quebrar de hojas secas volvieron a consumir y aniquilar  el silencio, después, fue surgiendo gradualmente frente a mí, la figura espeluznante del monstruo. En ese instante fugaz, pero, que pareció por la pesada e inaguantable presencia del miedo haberse prolongado, convirtiéndose (según mi discernimiento) casi en una eternidad. Respiré más hondo, más de prisa; involuntariamente, casi caigo al suelo, sin fuerzas; no obstante, reafirme mi postura con el pensamiento de que si esto sucedía, no podría ya jamás  volver  algún  día  a  los  brazos  de  mi  esposa…  a  casa.  Esa  reflexión,  ese pensamiento fue el que rebuscando dentro de mi abatido espíritu, encontró para suerte mía, la última esencia de coraje que dentro de mí se encontraba, así que, permanecí de pie viendo al monstruo acercarse con ímpetu hacia donde estaba yo. ¡Diabólica y desgraciada criatura aquella! Sus ojos ardían en llamas, eran rojos como el más intenso fuego,  me  miraba…  me  quemaba,  me  consumía  con  ellos  hundiéndome  en  el  más profundo terror; abría su boca como si en sus numerosos y afilados dientes ya viajara el sabor propio de mi sangre, dos cuernos pequeños nacían sobre sus asquerosos orificios auditivos, sus piernas y brazos eran largos y delgados, en cada una de sus manos tenía solo 3 alargados dedos huesudos, poseía también enormes garras; su piel, su superficie viscosa era de un color rosa claro, muy claro. Se acercaba dando grandes zancadas con sus largos pies, venia ya muy cerca cuando, como un rayo salí corriendo hacia la casa, le escuchaba detrás de mí, cada vez más cerca, y más cerca, pensé que sería victima esa noche de aquellas garras, de aquella criatura.
-¡Corre idiota, corre! -me decía desesperado mientras corría a la puerta de la casa.
Corrí tan rápido como no creo haberlo hecho antes, llegué a la puerta, y girando bruscamente con ella en mis manos, la cerré casi conmigo y la bestia dentro, pues, en el mismo instante en que me daba vuelta para cerrar la puerta, la criatura estaba a solo centímetros, provocando esto, que al cerrar completamente, esta se estrellase violentamente con la madera. Puse el cerrojo con una rapidez admirable, cogí el rifle, apunté a la puerta temiendo que la bestia entrase y no me quedara más alternativa que arriesgarme a disparar sin que ningún disparo surtiese efecto en el monstruo; esperé unos segundos allí parado, no sucedía nada, pensé, que quizá se habría marchado dentro del bosque, hasta que un intenso alarido desgarro mis oídos, se metió sin permiso ninguno a mi cabeza, sentí que enloquecía, pensaba, imaginaba la criatura allí fuera dispuesta a acabar conmigo y mi cordura, resuelta a cumplir esa noche con su objetivo. El silencio que antes  reinaba,  ahora  se  había  marchado,  quizá  no  por  su  cuenta,  si  no,  echado  y desterrado  por  los  escalofriantes  bramidos  del  demonio  que  rodeaba  lo  que  por providencia divina, se había convertido en mi refugio. El monstruo corría en círculos, rodeando y asediando mi frágil fortaleza, subía al metálico techo de zinc golpeando y arañando con sus garras la superficie metálica, veía yo, aunque con dificultad, casi ciego, con la vista borrosa por culpa de mi enloquecido desvarío, como se deformaba el techo por donde ponía sus pies la cosa; producía esto un sonido agobiante, semejante al de truenos que se descargaban sobre el mismo techo de forma continua; el metal rechinaba, se quebraba con brusquedad, y este sonido, junto con el que producía voluntaria e intencionalmente el monstruo con sus garras, se metía dentro, muy dentro en mi cabeza, se alojaba allí y no salía ni se marchaba ya más. Sin embargo, más espantosos y demoniacos eran sus gritos, el eco como de mil demonios siniestros que salía de su boca, no lo soportaba, empecé a llorar, a gritar igual o más fuerte que él.
-¡Maldito  monstruo!  Déjame,  déjame  en  paz  desgraciado -sin  cesar  gritaba, vociferaba esto hincado en el rustico piso de concreto.
Me balanceaba histéricamente de adelante hacia atrás, sujetando con las dos manos mi cabeza con la intensión de cubrir mis oídos y no escuchar nada. Pero luego, cedí, o más bien, la locura, el espanto y la desesperación se impusieron sobre mí. Grité más fuerte, lloré aún más, no sé si lloraba de miedo o de rabia, pero lloraba; golpeaba sin descanso el piso con mis puños, me sujetaba, me alaba el cabello sin importar el dolor, me había vuelto loco, este era (indudablemente) el objetivo de aquel monstruo, o por lo menos, uno de ellos; acabar con mi juicio, mi razón, hacerme enloquecer, forrar mi espíritu con el manto negro del miedo, llevándolo así lenta y progresivamente a la casi imperceptible línea que separa la locura de la razón. Sumergido en estos profundos e intensos sentimientos me arrastré debajo de la mesa, doblé mis rodillas, y con los brazos las aferré a mi pecho, tratando de no dejar descubierta ninguna parte de mi cuerpo fuera del amparo protector de la mesa; ahora aquel acto me pareció una estupidez porque ¿Qué podía hacer aquella simple mesa para impedir que la bestia metiera sus garras en mi garganta? Nada… pero, que podía hacer si no era yo quien pensaba, si no era yo junto a mi sano juicio el que dominaba mis pensamientos; era el asombro, el delirio, el terror, eran ellos quienes me poseían, ya no era yo. Miraba bajo la mesa, moviendo mi doblado cuerpo como un loco en su mayor estado de demencia, así permanecí un rato, un largo rato, hasta que sin darme cuenta, volví a sentirme solo, no recuerdo en qué momento, ni de qué forma, pero así fue, ya no escuchaba aquel ser rondando alrededor o encima de la casa, era ya todo silencio y calma.
-Quizá fue una pesadilla… sí, eso fue, me he quedado dormido y he tenido ese espantoso sueño -pensé esto por un instante, me abandone por un segundo al abrigo de esta idea.
Después, de nuevo, volví a sentir voluntariamente, casi exigiéndome a mí mismo a sentirlo, un salvador sentimiento de esperanza, repetí la idea en mi cabeza, y cada vez que lo hacía, este vago sentimiento, apaciguaba no mucho, pero si lo necesario, el terrible miedo que todavía no decidía abandonarme. Quería fortalecer mi inventada, pero tan anhelada teoría de que todo aquello no había sido más que una pesadilla intrusa; saliendo de debajo de  la  mesa,  mirar luego  el  techo  de  la  casa  y descubrir  si  en  verdad  era  cierta  mi suposición sobre un nefasto sueño, o si era solo una invención esperanzadora creada de forma única por una mente ahogada en la desesperación. Desdoblé mis rodillas, escuché tronar algunos huesos mientras extendía y desdoblaba de nuevo mis extremidades, debí haber pasado así mucho tiempo en esa postura, pues, me costó un poco de esfuerzo acostumbrarme al movimiento de mis partes para salir de allí abajo. Aún no miraba hacia el techo, ya que todavía en el fondo temía equivocarme, pero, cerré los ojos, inspiré, luego aspiré prolongadamente.
-Tranquilo, tranquilo -decía aún con los ojos cerrados – Sólo fue una maldita pesadilla, si, ya verás que sí.
Volví a tomar   aire, pero esta vez lo expulsé por la boca, suspirando, esperando tener razón, pero… ¿Por qué el sobresalto? ¿Por qué el temor?  Aquello había sido únicamente una pesadilla y nada más. Esbocé una sonrisa leve, una de esas que muestras a ti mismo o a cualquier gente, con la intención de convencerte a ti y a ellos de que tienes razón, una sonrisa confianzuda (podría así también llamársele en caso de que no se me haya entendido del todo).
Me puse de pie y mire hacia el techo, sentí como se abría paso en mi la resignación, la desilusión, me llevé las manos a la cara y empecé de inmediato a respirar torpe y bruscamente, así como cuando por vez primera vi corriendo entre los arboles a la criatura; me  había equivocado,  todo  había  sido  real,  no  era,  ni fue  una  pesadilla  como  tanto anhelaba yo, y así… así como volvía nuevamente dentro de mí el terror y el miedo, así también se iba marchando la poca esperanza que, con tanto deseo había yo depositado en la idea de que todo aquello no había sido más y únicamente que un espantoso sueño. El techo se encontraba igual que como lo había visto y descrito antes, sumido y deformado por los fuertes golpes de la bestia, me dejé caer pesadamente, cayendo así de rodillas, luego, recé, imploré, supliqué en ese momento tan fervientemente como el más devoto y fiel cristiano a pesar de mi leve inclinación al ateísmo (ideología que después de esa noche me fue difícil retomar), no es que sea demasiado o de mucha importancia este dato, pero, debo mencionarlo para así no dejar fuera nada de lo que ocurrió aquella noche.
Luego de mis desesperadas plegarias, me senté en el mismo centro de la casa, al abrigo de la tenue y protectora luz de las velas, quería yo calmarme, normalizar mis funciones nerviosas, organizar mis pensamientos, evitar seguir sumido en aquel estado de paranoia, de  demencia,  en  aquel  estado  que  resumidamente  en  una  palabra  no  sabría  cómo llamarle.  Hasta  creo  haberme  equivocado  adelantándome  en  llamarle  paranoia  o demencia, aunque, espero que estas sirvan para darles una idea de cómo me encontraba yo, allí sentado en medio de mi refugio contra la diabólica aberración que desde la oscuridad me asechaba. Paso así un rato, sin ninguna novedad o acontecer, entonces, ahí sentado, con el poco sentido que aún poseía, me hacía estas preguntas:
-¿Por qué no entra la criatura a la casa? ¿Qué se lo impide? ¿Acaso solo quiere enloquecerme, burlarse de mí? ¿Qué fuese yo mismo quien acabase con mi vida?
-…No, no lo haré -me dije-. No le daré ese placer.
La espera se hizo larga, angustiosa, me cansé de tanto esperar y que nada sucediese, me puse luego de pie y caminé ansioso por la casa de aquí allá y de allá acá. Se habían gastado casi por completo las velas. Todavía tenía algunas de las que había encontrado más temprano, las cambie nuevas por gastadas, después, volví a sentarme junto con mí traumado juicio en una de las sillas.
-Sé que estás ahí fuera, lo sé -me decía entre dientes y apretando la mandíbula.
Al cabo de un corto instante, un leve y sutil sentimiento de ira empezó a arraigarse en mí, sentía como se mezclaba rápidamente con el terror y la desesperación que ya desde muy temprano se encontraban en mí alojados. Podría detenerme aquí en esta parte del relato, detenerme y explicarles de forma clara, amplia y con la mayor minuciosidad que me fuese posible, el modo en que es transformado el hombre por culpa de la prolongación de cada uno de los sentimientos que lo invaden en momentos tan intensos, como los que hasta ahora les he relatado, pero de hacerlo, extendería demasiado el desenlace de lo que en verdad aquí interesa saber. En fin, como antes les decía, un sentir de ira se iba metiendo poco a poco en mi cabeza, en mi cuerpo, aumentaba cada minuto en el que no sucedía nada, cada minuto en el que no daba ninguna señal la criatura; no es que no sintiera miedo, porque en verdad si lo sentía, y mucho, puedo asegurar que como ninguna otra persona lo sentía, pues ¿habrá   alguien visto lo que yo? Sin embargo, a pesar de ese miedo, también empezaba a sentir aquella ira por la bestia, la odiaba porque aquel dócil perro fue si no, al igual que también lo era y continúo siéndolo yo, una simple, inocente e indefensa víctima; algo proveniente de aquel demonio se apodero por completo del cuerpo y la morfología del pobre can… ah! Ya saben ustedes lo que sucedió con el desdichado animal; no sólo por esto le odiaba, no sólo por esto empezaba a aumentar en mí el odio hacia el monstruo, también porque había destruido lo que de inocencia quedaba en mí, destruyó por completo mi cordura, me hizo enloquecer, ya no sería el mismo y yo era consciente de ello, por eso también le odiaba.
Miré con decisión el arma, me lancé sobre ella y la examiné, todavía tenía balas; no sé por qué decidí hacerlo, puesto que el monstruo, muy probablemente me mataría sin haberle yo acertado por lo menos con un disparo, era yo sólo un simple hombre contra algo horrendo proveniente quizá del infierno, capaz de matar sin mucho esfuerzo a media docena de hombres asustados como yo. Quizá fue la ira entremezclada con la desesperación y el horror lo que me nubló el pensamiento y me llevó a hacerlo, a colocarme tras la puerta decidido a salir en busca del monstruo; no sabía si me asechaba desde algún lugar o si se había marchado, lo que si sabía, era que estaba decidido en medio de mi tan intensa alteración nerviosa, salir y enfrentarme a la desgraciada criatura que se había empeñado, primero en enloquecerme y luego quizá, sin duda, cuando ya lo primero no le produjese satisfacción alguna, me atravesaría el corazón con sus garras, me sujetaría desde dentro el pecho y me arrastraría, posiblemente con él al mismo infierno.
-¡Basta… basta cobarde! -me decía parado frente a la puerta- No pienses nada, solo cruza esa puerta y busca ese engendro.
Caminé, di unos pasos, miré hacia atrás dentro de la pequeña casa, no sé por qué lo hice, o quizá si lo sé, pero puede que no esté seguro; probablemente lo hice porque tenía miedo de no volver allí dentro, de no volver a ver ese candelabro, a esas velas que me habían dado su luz, su compañía; puede que haya sido eso lo que me impulsó sin saberlo a mirar allí dentro antes de salir.
Luego de haber posado mi vista en el interior de la casa por unos segundos, abrí la puerta, con pánico, con horror, pues no sabía que ocurriría, estaba ciego por el odio, también ciego por el espanto; puse un pie fuera, luego el otro, dejé abierta la puerta; miré hacia el cielo, seguía de noche, podía ver estrellas, ahora si las veía, no sé por qué antes no las había visto, pero, ahora si lo hacía. Debía faltar poco para amanecer, quizá dos horas u hora y media, puesto que a lo lejos, muy a lo lejos en el horizonte, divisaba los reflejos de la tan preciada luz del día, esa que devora la oscuridad, las tinieblas más profundas y densas junto con todos los terrores que de ella proceden, pero, yo no podía esperar por ella;  ansiaba,  deseaba  encontrar  mi  diabólico  enemigo  ya,  miré  hacia  delante,  a  mi izquierda y a mi derecha, nada, no  le veía. Caminé  hacia el bosque, dentro de esa plantación de cacao, me detuve a unos veinte metros después de haber entrado entre los árboles, allí dentro era todo más negro y oscuro, sudaba nuevamente por culpa del miedo, sentía las gotas frías recorrer mi cara y mi cuello. Mi corazón se escuchaba claramente latir, pensaba incesantemente en el momento en que viera asomarse por allí a quien buscaba; le dispararía sin descanso, descubriría si podría herirle de manera mortal, el único problema era que no veía a quien yo tan ansiosamente quería disparar, y mientras más tiempo permanecía entre los árboles y la oscuridad, más se intensificaba en mí el miedo, lo único que sentí aquella noche fue miedo, más que cualquiera de los demás sentimientos y en todos los grados en que pudiera este manifestarse lo sentí.
-¿Dónde estás? ¿Dónde estás? -decía repetidamente.
En un instante, de repente, escuché pasos frente a mí, fruncí el ceño para así agudizar más el sentido de la vista. Continuaba sintiendo el sudor en mi cuerpo, era el temor y el pánico que brotaban desde dentro, desde muy dentro. Fijé la luz de la linterna y también el arma hacia donde con tanto espanto había escuchado los pasos. Por fin le vi, venia lenta y terroríficamente desde lo profundo de la plantación, ¡que horrenda era la bestia! Tiemblo aún al pensar en ella, a cada instante cuando su imagen horrible aborda mi mente.
-¡Voy a matarte! ¡Voy a matarte! -repetía yo entre dientes.
Puse mi ojo en la mira y apunté directo hacia ella, volví de nuevo a ver sus ojos, aún eran rojos y también aún eran tan escalofriantes como la primera vez en que los vi esa noche. Me miraba fijamente mientras con pasos lentos se acercaba, era como si esa cosa estuviese esperando aquel momento para cumplir con su objetivo final, acabar con lo poco que quedaba de mí, y digo lo poco, porque así lo sentía; la prolongación e intensidad de los horrores que viví esa noche, habían terminado por destruir y malograr mis nervios, mi juicio y mi mente, simplemente era un montón de carne y hueso sin conciencia, razón ni sentido. Recuerdo haber llevado mi dedo al gatillo de manera casi automática, disparé, pero el monstruo empezó a correr muy rápidamente de un lado a otro, cada disparo el cual yo fallaba permitía que se acercase más la bestia. Sin embargo, cuando todo parecía perdido, y mis disparos inútiles, una de las balas rozó (al menos eso creí) el brazo derecho de mi hostil objetivo, corrió lejos, muy lejos y más rápido que como antes lo hacía. Se perdió en la oscuridad corriendo cobardemente, «también los monstruos se acobardan» pensé en ese momento. Acto seguido empecé a gritar, a maldecir, sentía que había ganado, silbaba fuertemente, golpeaba eufórico y rebosante de triunfo el suelo con la parte gruesa del arma.
-¡Corre monstruo! ¡Cobarde! -gritaba yo sintiéndome vencedor- ¡Vete al inferno del cual has venido! ¡Huye, maldito!
Todo esto y más gritaba yo, celebraba acompañado de la presencia perpetua de la noche allí en medio de los árboles, no me era posible contener el sentimiento de triunfo que recorría todo mi cuerpo. Había hecho que se marchase la criatura ¿Quién no festejaría, gozaría algo así? Sería imperdonable no hacerlo entre gritos frenéticos y maldiciones a lo que ya maldito está, yo celebraba, y también me sentía aliviado porque ya no me atormentaría más el engendro. Continuaba aún mi festejo, cuando súbitamente algo me interrumpió, ¡oh! ¿Cómo olvidarlo?  Un alarido ensordecedor acabó con mi entusiasmo, era un alarido que decía mi nombre, un bramido arropado de rabia, de ira. Sabía de dónde provenía ese chillido y eso fue lo que más me aterró. Dirigí la luz hacia donde había escuchado aquel grito; venía de prisa, muy de prisa hacia mí, comencé a temblar y se me hizo casi imposible disparar. Corrí a la casa nuevamente, era yo de nuevo el cobarde, corría tan rápido como el espanto mismo me lo permitía, tropecé y caí, me puse de pie tan pronto como pude, escuchaba la criatura muy cerca, demasiado cerca, escuchaba sus gruñidos, su respiración, sentía su respiración infernal quemar mi espalda. Llegué por fin a la casa y cuando pensé que estaba ya a salvo de mi diabólico perseguidor, este me sujetaba un extremo de mi chaqueta, por suerte, había entrecerrado la puerta, quedando así en medio de la criatura y yo su rustica madera. La bestia me halaba por la chaqueta al mismo tiempo que empujaba la puerta con su otra mano; yo empujaba para cerrar y ella para abrir. Escuchaba, sentía como respiraba al otro lado el monstruo, creo que lo disfrutaba, disfrutaba mi esencia tan cerca de su aliento, en cambio yo, en medio de mi angustiosa y espeluznante lucha recuerdo haber gritado el nombre de mi esposa, creí que moriría y que si le llamaba por última vez ella de alguna forma podría escucharme. Me sentía perdido, indefenso y sin fuerzas para impedirle al monstruo la entrada, estaba yo casi sordo, puesto que sus alaridos de furia repercutían sin cesar tras la puerta. Estaba débil, no podía aguantar ya por mucho; una ligera nausea, de esas que anuncian la llegada inminente de un desmayo, me hizo entender que estaba completamente perdido, empecé a llorar, a pensar en los últimos momentos en que vi el dulce rostro de mi mujer, el último beso que de sus labios abracé.
-¡Adiós mujer! ¡Adiós esposa mía! –me decía en la mente, puesto que el llanto me impedía expresar cosa alguna.
De repente, aquella diabólica aberración empezó a empujar con más fuerza, arañaba con sus dientes la madera de la puerta que nos separaba, me halaba también con más impulso la chaqueta, había acrecentado un tanto más su ira, luego, algo ocurrió, ¡ah! si, algo ocurrió; sus garras perforaron completamente la tela, y al halarla ahora con más fuerza se desprendió el trozo que sujetaba el monstruo, esto hizo que por efecto de leyes físicas al romperse o desprenderse por completo la parte que halaba la criatura, esta se impulsara hacia atrás con la misma presión que ejercía sobre el objeto. Me sentí libre, y con la poca fuerza de que aún disponía cerré el pestillo. Momentáneamente me sentí aliviado, pero luego un pensamiento tan real como perturbador abordo mi mente, era sin duda muy probable que el monstruo rebosante de rabia volviese y quisiese entrar allí de la forma que fuere y ya no tendría yo fuerzas para enfrentarle. Miré el cuchillo, ese que traía en mi mochila, pensé quitarme la vida, prefería esto que volver a estar cerca del monstruo y ver como él me destruía y me aniquilaba lenta y dolorosamente. Di un paso… si, sólo uno, ya que luego de este caí en una insensibilidad absoluta, sin conocimiento, y no supe más hasta después, hasta abrir de nuevo los ojos. Cuando lo hice, cuando abrí nuevamente mis ojos,  una  especie  de  confusión  invadió  mi  espíritu;  era  ya  de  día  y  me  encontraba recostado  en  una  gran  cama,  mire  en  todas  direcciones,  confundido,  nervioso  por el repentino cambio que me desvelaron mis ojos. Todo ahora me era familiar; el techo, los cuadros, las paredes y fotografías que colgaban de ellas, incluso la cama, era mi casa, había  despertado  en mi  casa. Traté  de  recordar  cómo  había  llegado,  pero  no  pude, únicamente conseguí descubrir con esto, con mi intento vano de recordar, que me dolía atrozmente  la  cabeza.  Me  sentía  con  algo  de  fiebre,  sin  embargo,  volví  y  trate  de recordar… nada, no tenía ningún recuerdo que me aclarase el misterio, lo único, o más bien el ultimo recuerdo que poseía en aquel momento, era el de mi cuerpo desplomándose en medio de una casa muy pequeña, iluminada por algo que parecían ser un par de velas. Reflexionaba en esto cuando vi asomarse a la puerta de la habitación el rostro angustiado y preocupado de mi esposa, me miró desde la puerta, luego se acercó con un plato de sopa caliente entre las manos y dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas. Con rapidez puso el plato sobre la mesita de noche para luego saltar a la cama arropándome entre sus brazos con besos y palabras de agradecimiento a lo divino. También lloré, lloré de alivio, por encontrarme de nuevo en casa con el tan gratificante calor de una esposa que ama verdaderamente a su esposo. Así transcurrió la mañana, sentados los dos en la cama, eran las diez en el momento que había despertado en mi habitación, allí sentado, conté a mi mujer todo y cuanto me había sucedido, ella pareció haberme escuchado, aunque su entendimiento no parecía asimilar lo que yo decía, «quizá no me cree» pensé en ese instante, así que hice todo lo posible por explicarle y que entendiese, no dijo nada, sólo que debía yo descansar al menos dos horas más. Me dio unas pastillas para dormir debido a mí todavía traumada mente, caminó hacia la puerta y antes de que se marchase dándose la vuelta hacia mí me dijo.
-Cuando despiertes hablaremos, también hay algo que debo decirte –me mostró una sonrisa, y antes de irse me lanzó un beso.
Intenté dormir, pero aquellas palabras de mi mujer me lo impidieron, resonaban en mi mente una y otra vez, así que, luego de cuarenta minutos de angustiosa espera, bajé a la cocina, mi esposa al verme se llevó las manos a la boca en señal de sorpresa.
-¿Por qué no estás descansando? -preguntó.
Yo caminé hacia ella y le confesé mi inquietud por saber cómo había yo llegado a casa y aquello que ella misma debía decirme. Nos sentamos cerca uno del otro en el comedor, me miró fija y tiernamente a los ojos mientras sujetaba una de mis manos con las suyas, yo sonreí levemente casi de forma tímida, y luego, al cabo de unos segundos ella empezó a hablar, lo que dijo, me asombró, no podía creerlo ni aceptarlo aunque lo hubiera querido con todo el deseo en ese instante, era imposible para mí. Lo que dijo fue lo siguiente:
-La policía había encontrado mi carro en las afueras de la ciudad, a orillas de la carretera en un pequeño trecho de camino. Mi teléfono estaba dentro y al revisarlo encontraron que la última llamada realizada había sido a mi amigo, así como el último mensaje de texto enviado por el mismo, esto les indujo a comunicarse con él, con mi amigo, le hicieron algunas preguntas y él les explicó todo. Esto sucedió aproximadamente a las dos de la madrugada, luego, se reunió un grupo de oficiales para iniciar la búsqueda en la zona que mi amigo les había indicado. Esta búsqueda daría inicio a las ocho de la mañana, pero tal búsqueda no llegó a realizarse debido a que antes de la hora de inicio, unas personas aparecieron frente a mi casa cargando mi cuerpo. Confesaron que me habían encontrado delirando, maldiciendo y hablando cosas sin sentido, hasta que caí bruscamente desmallado, ellos tomaron mi cuerpo y guiados por la dirección que figuraba en mi permiso de conducir llegaron hasta mi casa cargándome aún desmayado.
No me extenderé demasiado con detalles, pero, al escuchar esto, mi mente de forma automática comenzó a rechazar aquello, no podía aceptarlo, todo lo que le habían dicho a mi mujer no era más que una total y absurda mentira. ¿Por qué mentían? No lo sé, solo sé que mentían y eso era todo, aquella noche, aquella madrugada había sido demasiado real, todo lo que sentí, todo lo que vi era demasiado intenso como para ser solamente una alucinación. En medio de la discusión con mi esposa, corrí a buscar la chaqueta que llevaba puesta esa noche para mostrarle que había sido desgarrada por la bestia, pero, de todas formas no me creía.
-Probablemente te enganchaste de algo y así se rompió –argumentó ella.
Me quedé perplejo, mirándola sin decir nada, sin embargo, en mi mente se agolpaban un sin número de preguntas, dudas, me mostraba incrédulo ante el muro de negación que imponía mi esposa a lo que yo decía, comencé a gritarle, a preguntarle porque no  creía en mí, en su esposo.
-¿Crees  que  miento?  ¿Crees  que  estoy  loco?  –preguntaba  histérico–  Soy tu esposo, debes creer lo que te digo -continuaba yo diciendo a gritos. Así transcurrió un rato, gritos maldiciones y todo cuanto mi descompuesto juicio podía proferir lo descargué con mi mujer; comenzó a llorar y hundió el rostro entre sus manos, esto me hablando el corazón y permitió que la razón volviera por un instante, empecé a sentirme culpable por mi comportamiento, a descubrir que había herido a mi esposa, era la primera vez que yo hacía algo así, ahí fue cuando comprendí, ya no era el mismo, no era capaz de ser el hombre que fui antes de esa noche. Me acerqué a ella, en busca de su perdón, le dije que todo era culpa de lo que había sucedido, que era sólo cuestión de unos días hasta reponerme del todo, ella comprendió y luego de algunos calurosos abrazos acompañados de besos y palabras de perdón, preparó una suculenta comida. Aquella tarde no fui al trabajo, me quedé en casa a descansar, o más bien, a intentarlo, puesto que, cada vez que conseguía por dicha el sueño, venían a mí de forma involuntaria imágenes horrendas de la anterior noche.
Día a día me acosaban estas imágenes, tenía pesadillas, mi mujer casi no pegaba el ojo por mi culpa. Me era también imposible concentrarme ya del todo en el trabajo. Recuerdo una ocasión, una negra tarde nublada cualquiera, que estando yo sentado en mi escritorio, pensé haber visto el espectro maldito del monstruo parado frente a la puerta. Comencé a gritar frenéticamente, a echar gritos como loco pidiendo ayuda, me agazapé luego en una de las esquinas de mi oficina, todos mis compañeros corrieron a la puerta al escuchar mis chillidos y desvaríos, encontrándome ellos en un rincón detrás de uno de los archiveros vacíos. No era mi culpa, yo lo veía… bueno, pensaba que lo veía. Acudí a un psiquiatra en busca de ayuda, pues, yo empezaba a abrazar la idea de que todo lo que me había sucedido no era más que una obra infame de mi mente enferma, incluso hasta lo sucedido aquel día en que me perdí. Transcurrió un tiempo, mejoraba lenta pero progresivamente, aunque en ocasiones me acometían ataques de pánico y visiones esporádicas, se había reducido el número de pesadillas, empezaba a gozar más de la compañía de mi esposa, de sus conversaciones conmigo en las noches sin que una intensa esquizofrenia me invadiera. Sólo era cuestión de tiempo para que todo volviese a ser como antes lo fue, me sentía contento, me sentía querido ¿Qué más podía yo pedir?
Una noche de regreso a casa, en la que había salido yo a caminar por recomendación del médico, una extraña sensación de que alguien me observaba empezó a circular mi cuerpo. Aceleré el paso, pero mientras más de prisa caminaba, más también se incrementaba este sobresalto. El viento soplaba suavemente, muy suavemente, era una brisa sutil que susurraba no sé qué rumores a mi piel y a mi oído. Escuchaba los árboles agitarse suavemente,  producían  un  sonido  particular  al  entrechocar  sus  hojas.  No  se  veían estrellas, las nubes negras lo impedían, de vez en cuando uno que otro rayo iluminaba el cielo, era una noche diferente, ¡oh sí! muy diferente. Caminaba enérgica y nerviosamente culpa tanto de esa noche y sus elementos tan infrecuentes, como así también de aquel sentimiento angustioso de que alguien en algún lugar me observaba; quería llegar a casa, encerrarme y esperar a que llegase mi mujer de su junta de los viernes, tomarme un té mientras miraba la tele para luego ir a la cama con el tan deseado abrigo que me proporcionaba la compañía de mi querida esposa. Miraba hacia los lados, luego hacia atrás, caminaba deprisa, más de prisa. La casa estaba más cerca ya, a unos metros nada más,  las  luces  se  hallaban  apagadas,  la  miraba  fijamente,  ansiaba  llegar  cuando  de repente algo me detuvo en seco; a lo lejos, casi en la parte trasera de la casa, vi una silueta, era (pensaba yo) de una persona alta, encorvada, no muy robusta, pero si algo delgada, al verme corrió, yo también corrí, pero cuando llegué al patio ya había saltado el muro, le vi mientras lo hacía, era un muro alto, muy alto, ¿Qué hombre podría haberlo cruzado así tan sencillamente? Esto me pregunté allí parado tras el muro, inmediatamente mí cabeza empezó a recordar aquella silueta y a compararla (sin saber por qué) con el engendro maldito que había yo casi olvidado:
-No, no puede ser, es imposible –me decía angustiosamente– todo fue mentira, no fue real, nada lo fue, ni esto que ahora vi, ni tampoco lo que creí haber visto esa noche.
Me sujetaba la cabeza, cerraba los ojos fuertemente mientras caminaba por el callejón oscuro entre el muro y la casa, miré un momento al suelo, allí vi una huella, una muy grande, no eran de un animal, mucho menos de una persona.
-No… no, maldita sea no –decía histérico, asustado casi como aquella vez.
Después, a unas pocas pulgadas vi un pequeño bulto iluminado este por la luz proveniente de la calle, quizá lo habían colocado allí intencionalmente para que yo lo encontrase, lo tomé y al tocarlo me di cuenta de lo que era; era ese fragmento de tela que se me había arrancado de mi chaqueta aquel día en que me perdí, al palparlo sentí algo, desdoblé el material y dentro encontré un pedazo de piel, una piel de animal… de pelo gris. Se me saltaron las lágrimas, me temblaban las manos, creo que todo el cuerpo me temblaba, decía cosas, no recuerdo cuales pues, se me hace imposible acordarme. Corrí a la casa, busqué mi arma y me agaché vuelto loco, con el juicio delirante en un rincón frente a la puerta, luego, escuché que caminaba, ¡había vuelto la diabólica bestia! Quería entrar a mi casa, a matarme, a llevarme con ella, terminar lo que había empezado, caminó y subió posándose  así  su  negra  sombra  en  el  cristal  y  las  hendiduras  de  la  puerta.  Sentí erizárseme los pelos y un sudor frio recorrer mi cuerpo, tenía miedo pero deliraba a un mas de rabia.
-Abre la puerta –decía yo para mí– ¡Asquerosa bestia! Abre y entra, te estoy esperando.
Levantó una de sus manos y cogió la cerradura de la puerta, “¿Crees que no puedo verte?” preguntaba yo en susurros. Giraba la cerradura y al momento mismo en que abrió sentí una frenética adrenalina correr en mis venas. Apreté el gatillo y descargué disparos en la negra silueta que entraba. Calló rápida, pesadamente en el piso, salí corriendo, cruzando por en encima de la masa inmóvil.
-Vengan, vean ustedes que no estoy loco -  gritaba afuera invitando a mis vecinos  a ver el monstruo tirado dentro de la casa. –¡Lo verán, si! ahí está muerto en el piso de mi casa –clamaba, vociferaba escandalosamente llamando a todos a descubrir que yo no había mentido y que las cosas que me habían sucedido eran sin duda, reales. Salieron todos, o casi todos a ver lo que acontecía, unos por mis desenfrenados gritos y otros por el eco abrasador de los disparos. Entraron a casa y escuché al instante llantos y lamentos de dolor por lo que allí muerto estaba.
-¿Por qué lloran ese monstruo? Infames, ingenuos, no saben lo que hacen. Están locos… sí, eso es, el espíritu del demonio los ha vuelto locos – decía yo aún sobreexcitado.
-¿Qué ha hecho? ¿Por qué lo hizo? ¡Qué desgracia! ¡Oh Dios, pobre criatura! – estos lamentos y muchos más salían de mi casa.
Perdí la paciencia y volví corriendo hacia dentro para mostrarles lo horrendo que era aquello, que tal cosa no era digna de compasión y lamentos. Corría con furia, y antes de que pudiese yo entrar la vi de nuevo, la vi allí muerta (al menos eso pensé), no se movía, empecé a llorar yo también, a maldecirme sin descanso. Traté de coger el arma y pegarme un tiro para acabar así con mi carga, pero, cuatro brazos fuertes de mis vecinos me sujetaron y me amarraron a una de las columnas, desde ahí aún podía verla, sangrando y sin poder moverse, su piel suave y hermosa se teñía con el color rojo  agudo de su sangre, era mi esposa, era ella quien abría la puerta, y fui yo quien en medio de mi locura le disparó, yo, su esposo… su propio esposo. Recorría mi cuerpo un sufrimiento letal, de amargura, de martirio, me ahogaba en llantos y en absurdas imprecaciones. Mientras sufría encarnadamente vi llegar la ambulancia, en un santiamén recogieron el cuerpo y salieron como en un pestañeo fantasma. Continuaba amarrado y la gente me miraba con odio, con desprecio, me insultaban con ira y rabia, algunos lloraban pero otros no, otros sólo me odiaban por lo que había yo hecho.
-¡Ustedes no saben! ¡No fue mi culpa! –decía yo sollozando dolorosamente.
El dolor era insufrible, inaguantable, recuerdo haber mirado al cielo gritando el nombre de mi mujer pidiendo perdón, implorando al cielo con desenfreno verle sonreír nuevamente (aunque no fuese ya conmigo). Luego, al cabo de muy poco tiempo de haber acontecido aquello, llegó a casa otro grupo de autos; era la policía y una camioneta que concernía a un hospital psiquiátrico. Se acercaron a mí, al lugar donde yo me encontraba atado abriéndose paso entre la airada muchedumbre. Me desataron y me llevaron sin pérdida de tiempo a una especie de cuarto para interrogarme; yo no hablaba, pues, sufría tanto que el dolor me lo impedía.
-¡Mi mujer! ¡Mi esposa! –susurraba yo en aquel cuarto.
No decía yo nada más, y así transcurrió un tiempo, creo que dos o tres días como mucho. Los oficiales se disgustaron al ver que no obtenían de mi nada. Me enviaron luego al hospital psiquiátrico a reponerme, hasta que pudiese yo hablar, decirles por qué había disparado a mi propia esposa, decirles cuál era el motivo. Por mi parte, no quería decir nada, ni antes ni ahora, pues, no me creerían, y de hacerlo volverían a culpar a mi mente como la única culpable y causante de todo lo que yo había dicho, visto o hecho. Al llegar al hospital me hicieron un número incontable de exámenes, tanto físicos como mentales. Después llegó la noche, la maldita y desgraciada noche; no podía dormir, soñaba continuamente con el monstruo, no me dejaba en paz ni de día ni de noche. En el día, ocasionalmente, cuando el pasillo se encontraba desolado, sin nadie que circulase por allí, me parecía ver la sombra de mi acosador, y cuando cerraba los ojos, o trataba de dormir, ahí volvía, volvían él y la imagen de mi esposa ensangrentada a atormentarme. De noche era aún peor, le escuchaba rondar fuera de mi cuarto, en la parte oscura y trasera del hospital, una especie de patio enorme que daba al bosque. Una noche desperté espantado por culpa de una de esas pesadillas, y al abrir los ojos quedé mirando a la ventana que daba al patio, una ventana pequeña en la parte superior, y al ver ahí, descubrí con horror que la figura atroz del monstruo me observaba. No grité esta vez, pues se marchó de pronto y ya no tenía sentido que llamase por ayuda, nadie me creería, entonces ¿Para qué gritar? ¿Por qué pedir ayuda a quienes me creen loco? Lo que hice fue meterme bajo la cama, así no miraría más a la ventana exponiéndome a verle nuevamente, pero, aún, de todas formas sentía su presencia demoníaca. Los días se habían vuelto inaguantables, agobiantes, vivía acosado por las imágenes de mi mujer, y acosado también por el engendro que sólo esperaba el momento de poner sus garras en  mí. Aquí decidí mi destino, poner fin a mi atormentada carga fuese o no real todo lo que me intranquilizaba de noche y de día. Ya no lo soportaba, no tenía si quiera ganas de comer, casi no comía, y lo poco que pasaba por mi boca era con el fin de que me proporcionase energía suficiente para escribir lo que he y continúo escribiendo ahora.
Hoy temprano trajeron noticias de mi esposa –todavía vive- me dijeron. Creo que lo hicieron con la intención de que mi estado mejore, puede que lo haya hecho, puesto que, hasta ese momento pensaba lo peor. Sin embargo… de todas formas, ya había elegido la manera de acabar con mi agonía. Saliese o no de aquí, el monstruo me perseguiría hasta acabar conmigo, así que no me arriesgaría a verle más de cerca, a que me llevase nuevamente a hacer daño con mis propias manos a las personas que me importan y a las que tampoco no; así como lo hice con mi mujer, y también como hoy temprano cuando uno de los internos aquí me gritaba loco. Perdí el control y me lancé sobre él, le golpee fuertemente en la cabeza con una barra de metal, le golpee hasta verle sangrar y perder el conocimiento, de no haber sido por los médicos que por allí caminaban, probablemente le habría matado, pues me encontraba en un estado de ira tan vivo que por un momento sentí que lo disfrutaba. Me sedaron y no desperté sino hasta ya la tarde, aún permanecían todos  fuera,  caminando  hundidos  bajo  los  efectos  somníferos  de  las  drogas.  Fui  a sentarme a un banco, lejos, aislado de todos, y mientras caminaba hacia allá, descubrí que en conjunto me evitaban, me tenían miedo. Me senté y el poco tiempo que tenía lo dedique a encontrar la forma de acabar conmigo, no obstante, por un momento, mirando al bosque vi la criatura, en las sombras del bosque la vi.
-¡Pronto me liberare de ti, pronto! –dije mientras miraba fijo al bosque.
Pensaba, buscaba vivamente la forma de acabar con todo este mismo día, ¡no podía esperar más! Muchas maneras de cómo hacerlo llegaron a mi loca mente, pero era muy posible que estas no causaran resultado alguno, hasta que, miré un instante al suelo, allí, bajo las hojas secas y la hierba marchita descubrí una especie de oxidado  metal; era un tanto corta, puntiaguda y vieja, muy oxidada y vieja. La cogí sin que nadie pudiese darse cuenta y fui rápidamente al cuarto. Todavía era temprano (creo que las cinco de la tarde) así que, me era preciso aprovechar el tiempo, meterme y descubrir en mi cuarto como usar aquel pedazo de hierro punzante antes de que por alguna razón descuidada me descubriesen con él. Entré a mi habitación y después de mucho pensar, por fin descubrí el método salvador que me liberaría de mi dolor y de mis tormentos ¿Cuál sería tal método? Nuestras camas poseían bases de metal, sus cuatro soportes eran unos tubos metálicos, huecos, de no muy gruesa circunferencia. Deduje que podía meter el trozo de hierro enmohecido que más temprano había encontrado en el patio del hospital, en la parte hueca y vacía de uno de los tubos que aguantaban la cama. Al cabo de un rato y con un poco de esfuerzo pude meter la aleación oxidada en su lugar, ya sólo debía meter mi cabeza allí debajo de aquello e impulsado con la fuerza de una de mis manos dejarlo caer con firmeza sobre ella. Me perforaría la sien, proporcionándome una  deseada muerte rápida y sin dolor. ¡Oh!  Pronto ya acabará mi persecución… mi castigo… mi tortura.
No abundaré ya mas, ahora está todo preparado. No tengo ya tinta suficiente para continuar, y aquí ya no se complacen en pasarme hojas y plumas, así que, procederé ya casi y por fin a escapar a todo este suplicio. Esconderé en algún lugar lo escrito, que alguien un día lo encuentre y al leerlo descubra todo como ha sucedido, y… ¿Saben qué? Creo que sí, creo que a última instancia me volví loco, no al principio, si no después de todo lo que aconteció, pero que ahora esté yo, loco trastornado, no quita que todo haya sido real. Lloro mientras me doy cuenta de que ya llega mi hora, de que no seré yo quien ame más a mi mujer, no digo que no la ame, porque con pasión lo hago, sino que, ya no será este desquiciado quien esté más a su lado. Pido a quien encuentre estas hojas, que corra a mi mujer, que corra y diga cuanto la quise aún antes de mi muerte, que no pude tranquilo dormir nunca por lo que a ella le había yo hecho.  Y, también a quien esto encuentre,  debe  saber  que  ahí  fuera  se  esconde  un  engendro  infernal  buscando enloquecer quizá, a alguien más, así como lo ha hecho conmigo, quitarle todo, todo lo que posee, destruir su vida, dejarlo sin nada, absolutamente sin nada por qué vivir. 
FIN 
(Dominicano)