Episodio de una crisis

1er. Premio 
Concurso Municipal de Cuentos
Jarabacoa 2011
Categoría Adultos
Cruzar no había sido nada para él. Lo difícil fue tomar la decisión, pero al fin lo había conseguido. La primera pisada reavivó el eco de su memoria revuelta de pensamientos.

—¡¿Por cuántos días más tu hijo tendrá que seguir pasando hambre, eh?! —Gritó Josefa con el niño entre brazos. Le había hecho la misma pregunta un montón de veces, pero ahora sus inquietantes pupilas no ocultaban para nada el descaro insultante de sus palabras. La situación se tornaba realmente desesperante, caótica.

—¡¿Pero qué quieres que haga?! —Ramoncito le devolvió el grito, pero sin insultarla. Ya no encontraba la salida al oscuro callejón en el que se encontraba la familia. Ambos podrían soportar par de días más comiendo las migajas de pan rancio y las rabizas de plátano verdes que hace una semana le daban subsistencia. Pero el niño ya no podía esperar. Su hambrienta barriguita lo obligaba a protestar alzando los gemidos de dolor al cielo a ver si Papadiós se apiadaba de él, pues nadie se ocupaba de su imperiosa necesidad.

—¡Aquí casi no hay trabajo! —Continuó él vaciándose los bolsillos en pleno acto de absoluta impotencia. Estaba más que comprobado que «el pan debajo del brazo» no era más que un simple refrán y sólo eso.

—¡Pues consigue uno, carajo! —Siguió ella sin clemencia— ¡Haz lo que sea; para eso eres hombre!

«¡Haz lo que sea!...» eran las palabras que le calcinaban la mente. Lo reducían a un completo inútil que ni siquiera podía llevar el sustento a su casa. Los insectos lo hacían. «…Si para eso se es hombre en la vida…» le había enseñado su abuelo de pequeño. «Como si ya no lo he intentado todo» pensó él. Bueno, casi todo. Sólo faltaba… una cosa.

La vida en el campo no era tan compleja como en la ciudad; había qué comer. Pero entonces empezaron los insultos y humillaciones de la suegra. Como requisito indispensable para conseguir la mano, él debía anidar en «la boca del lobo». El suegro no aguantó mucho las úlceras de los continuos improperios de su compañera de alcoba, habiendo quedado desde comienzos de matrimonio sin voz ni voto… ahora sin vida. El matriarcado no era realmente lo que Ramoncito quería. En poco tiempo resolvió exiliarse. Su esposa ya de parto, a regañadientes, se fue a su diestra. La agricultura daba el sostén hasta que apareció aquella sequía abrasiva del cuento «Dos pesos de agua», trayendo consigo el hambre, la miseria. La alternativa fue, pues, la de aventurarse a la agitada vida en la ciudad. Pero allí también la cosa se puso negra, pues cuando la construcción andaba en boga, entonces la crisis se puso de moda. Los ricos dejaron de sembrar casas, poniendo así en jaque una vez más a nuestra desesperada pareja.

Pisadas tras pisadas el hombre apartaba de su paso las hojas de unas matas de plátano estériles que le estorbaban el camino. «Tiene que ser lo correcto», pensó no sin antes rememorar la escena que atormentaba gravemente su alma.

—¡¿No ves que el chiquito está muriendo de hambre?! —Le recriminaba Josefa descargando violentamente la criatura sobre sus brazos.

En un instante, puesto sordos los oídos a los reclamos malhumorados de su esposa, Ramoncito observó a su criatura pequeña, desnuda y gritona. Casi se le escapa una lágrima. Tenía su misma negra nariz, y comprobó que sacó el «piquito» de su madre, tratando inútilmente de apagarlo. «Tengo que hacer algo».

Luego ella se lo arrebató y tiró de su camisa sudada cuan trapo viejo fuera, y a empujones y salivazos lo llevó hasta la puerta del ranchito, sentenciando:

—¡No te aparezcas sin la leche! —Y cerró de un portazo. «De tal palo tal astilla» ese sí que lo había comprobado él. Y se dejó llevar por las calzadas de aquel tranquilo pueblecito de San José de Las Matas que ocho meses antes los había acogido. Carretera abajo deambuló, caviló… así fue que decidió.

Era domingo de invierno. Silvia sentía todo el peso de la soledad. Su hombre le hacía inmensa falta. Su feliz reencuentro sería dentro de dos meses cuando Mateo por fin arribara desde Nueva York. Pero ese día se sentía inquieta. Abrazó fuertemente a Carlitos, su hijito de tres años, como si fuera la última vez que lo haría. Resolvió ese día entonces meterse en cama temprano. Ya le había dado la papilla al niño y jugado con él. Ahora debía ponerlo en su cuna.

—Hasta mañana, bebé —se despidió la madre con un caluroso beso en la babeada mejilla y lo arropó. Luego Silvia se dirigió a pasos apresurados hacia la mesita de su alcoba. Allí estaba el teléfono. Lo descolgó y con sus crispados dedos tecleó unos números.

Ramoncito caminó tanto que no habría creído que recorrió unos ocho kilómetros. Advirtió entonces un lugar desconocido, desolado. El crepúsculo de las siete palidecía todo. Llevaba unos minutos observando su escogido destino. «Tengo que hacer algo». Entonces fue que vio la verja. Era de un color rosa pálido, la pintura estaba pelada por algunas partes. La verja ahora era la línea entre la moralidad y la necesidad, donde muchas veces convergen los más difíciles dilemas de la vida del hambriento, del necesitado, del desesperado. La brecha entre el rico y el pobre. «Lo que salva a mi familia es lo correcto» era su nuevo punto de vista. Se acercó, miró en derredor, y continuó. La casa se alzaba allá al fondo. «Tiene que ser lo correcto». En menos de lo que esperaba ya estaba de aquel lado. Se abrió paso por un espeso platanal. Se detuvo, comprobó que llevaba algo en la mano derecha y avanzó hacia la única luz prendida de la casa.

Silvia le temía a los perros desde pequeña, más con la presencia del niño. Le aterraba la idea de que algún día el perro, que le dijo su esposo que comprara, le llegara a hacer daño.

—No le hará nada; es para que te haga compañía, querida —le había dicho él un día calmadamente. La verdad un perro lo hacía sentir seguro para una dama que vivía sola. Pero ella nunca lo compró.

—Alguien se metió en la casa —fue lo último que le dijo casi llorando del miedo a su marido que estaba pegado al otro lado de la línea, lejos, a unas distancias continentales.

Daban toque de queda para las siete en esa sección del pueblecito, pues tres días antes había dado lugar por allí un peligroso incidente. Estaba prófugo un haitiano acusado de haber hurtado en un colmado con la luna de medianoche como testigo. Y Silvia estaba aterrada.

Ramoncito improvisaba su iniciación al robo a mano armada. Había ingresado rompiendo con una roca el candado de una puerta. Andaba por el pasillo pensando en no tener que hacer daño a nadie. Solamente quería alguna cantidad de efectivo. Entró en una habitación ligeramente a oscuras y recordó a su hijo hambriento al ver el otro durmiendo. «Ya voy, chiquito». Y avanzó confundiéndose con la oscuridad. Siguió el sonido de una ducha. «Alguien tiene que ahorrarme la tarea de buscar en la nada» y avanzó hacia la luz que dejaba escapar la puerta entreabierta del baño. Tenía un susto de muerte.

La verja. Ahora, la puerta. Alguien aguardaba por él detrás de ella, bajo la ducha. Fue cuando la abrió de golpe. La mujer apareció entonces con el revólver en manos, torpes y trémulas, y los ojos del miedo, con la orden de su marido de disparar en cuanto la abrieran.

—No te escondas —trataba él de calmarla y darle fuerzas—. Déjalo que te busque y cuando te encuentre, tira del gatillo; no importa cuántas... —entonces el ruido metálico sonó y ella dejó caer el teléfono en busca del arma. Siempre prefirió el revólver al perro.

El hombre al final no pudo impedir su fatal destino. Sus ojos desorbitados no cerraron ni aún con la mortífera pólvora encendida que cayó sobre ellos. Sólo querían echar mano a la vida de su dueño que se escapaba tras las sombras.

Mateo oyó el disparo; nervioso, esperanzado.

El niño aún seguía gritando, esperando.
Hipólito García
(Dominicano)



Volver a Antología Cuentística